La nueva “normalidad” tendrá que ser construida sobre las ruinas de nuestras viejas vidas, afirma el filósofo esloveno Slavoj Žižek al inicio de su ensayo Pandemia, que gira en torno a la situación por la que atraviesa la humanidad en estos momentos.
Una de las palabras que pasará a la historia como una realidad muy propia del actual periodo es la de “distanciamiento”, esa condición tan contraria a nuestras costumbres gregarias, que imprime un sello inédito a las relaciones humanas de nuestros tiempos. Resulta hasta surrealista concluir que justo con las personas con las que convivías cuando se decretó el inicio de la contingencia, son aquellas con las que la vida o la legislación te autoriza a convivir desde hace poco más de dos meses. Fue una versión perversa de “engarróteseme ahí”, ese juego infantil que nos llevaba a quedarnos justo en el lugar y en la posición con que éramos sorprendidos por quien, según el juego, estaba destinado a localizarnos.
La contingencia en torno a la pandemia ha traído cambios a todos los niveles y de muy diversa índole, desde eventos sociales o culturales que se daba por hecho se realizarían, hasta las catástrofes económicas variopintas en distintos países. En algunos países, como el nuestro —por desgracia— se ha dado escaso o nulo apoyo a las empresas medianas y pequeñas, lo que abre un círculo maligno de desempleo, limitaciones económicas, y a la vuelta de la esquina, un aumento en la delincuencia y la inseguridad.
Cada cual podrá contar el día de mañana —esperemos estar con vida para hacerlo— de qué forma particular impactó en su vida este episodio, que quedará inscrito para siempre como una de las grandes tragedias mundiales. Una que obligó a revisar y modificar patrones de socialización, culturización y comercio a nivel global. Es difícil precisar si mañana aparezcan en los estantes de las librerías o en los sitios digitales títulos que narren a través de personajes de ficción, la percepción subjetiva que ahora estamos sintiendo. Lo cierto, y es a lo que quiero referirme en este espacio, es que en estos momentos de crisis no se vale mezclar periodismo con ficción.
Días atrás tuve oportunidad de participar en una sesión de taller con la periodista de origen argentino, Mónica Maristain, en la que se hablaba —precisamente— sobre la diferencia entre periodismo y literatura. La maestra nos marcaba como una clara distinción entre uno y otra, la distancia que debe guardar el narrador frente a los hechos. Mientras que quien escribe literatura tiene licencia de decantar emociones en el contexto de su narrativa, el periodista debe establecer una distancia que le permita una apreciación objetiva de los hechos. Aunque, precisó con puntualidad: el periodismo tiene la obligación de ser humano.
En este punto quiero detenerme, para hablar sobre la comunicación a través de redes sociales. Muy en particular, a lo largo de la contingencia, todos hemos ejercido como periodistas. Desde el momento cuando tenemos un dispositivo electrónico mediante el cual podemos comunicarnos, comenzamos a sentir que lo somos. Buscamos ser los primeros en transmitir un hecho en vivo, desde el lugar en el que ocurre. Sucede entonces que, a partir de esa percepción subjetiva nuestra, contaminamos la información con hipótesis personalísimas de lo que observamos. Más delante, también sucede que ante un hecho que se comunica a través de redes sociales, nosotros como usuarios moldeamos los contenidos conforme a nuestros intereses particulares, lo que lleva a que se pierda la objetividad requerida en aras de comunicar la verdad.
La “autoficción” es un término relativamente nuevo dentro de la literatura, en lo personal muy cómodo, ya que permite narrar hechos autobiográficos sin precisiones de identidad. Es un recurso para recrear lo propio de una manera tal vez más civilizada o menos bochornosa; para hablar de ese hecho o ese personaje cercano a lo propio, sobre el cual deseamos narrar algo sin verme involucrado como autor. Este subgénero que no tiene más de 50 años de haber sido creado, no funciona para el periodismo. Esto es: no puedo acomodar una realidad que demanda ser contada tal cual es, de acuerdo con mis personales intereses, quitando o poniendo determinados elementos, para provocar en el lector, el efecto que deseo. En el medio digital sería una suerte de vicio que, por desgracia, se replica a una velocidad similar a la del coronavirus.
Un grave problema de la Internet tiene que ver con la facilidad con la que puedo publicar sin ser identificado. Detrás de una identidad falsa o de un programa informático (bot), se pueden emitir contenidos que lleven al internauta en un sentido o en otro, de acuerdo con intereses que poco o nada corresponden a la veracidad de los hechos.
La maestra Maristain nos llamaba a la reflexión con esta pregunta: “¿Cuál es el fragmento de mundo que me toca ver?”. Una pregunta que nos lleva a ubicarnos como generadores de contenidos y tener la honestidad de reconocer nuestros límites; la disciplina de prepararnos para comunicar, y la integridad para hacerlo de cara a la verdad.
Todos los que estamos vivos hasta el día de hoy, ya podemos llamarnos “hijos de la pandemia”. De maneras muy diversas, la actual emergencia sanitaria nos ha marcado de raíz, desde nuestras expectativas hasta nuestros temores; desde nuestras expresiones cotidianas hasta nuestras lecturas; desde la comunicación cara a cara, hasta los contenidos digitales que producimos. Como periodistas en la red que ahora todos somos, necesitamos ejercer una comunicación humana, que narre lo que es, como es, respaldado por opiniones autorizadas que validen nuestro dicho. Habremos de guardar la emoción para el ejercicio literario.
La pandemia es el punto de inflexión mundial: pasamos de ser los grandes conocedores del siglo XX a convertirnos en los constantes buscadores de respuestas del siglo XXI. Una nanométrica hélice de ARN nos ha demostrado nuestra pequeñez frente al cosmos. Más nos vale, entonces, no perderlo de vista.
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