No puedo imaginar situación más dolorosa para una familia, que perder a uno de sus miembros. Más si se trata de un hijo. Y aún mayor si el hijo terminó con su propia vida.
Por desgracia siempre ha habido casos de suicidio en jóvenes. La semana pasada se dio a conocer el de Fernanda, estudiante de licenciatura del ITAM. Sus compañeros señalan que la carga académica la llevó a una depresión, y reclaman a la Institución que no exista suficiencia de recursos humanos para apoyar casos como este. Lamentable, para esta chica ya no hay nada por hacer, solamente desear a su familia que encuentre consuelo a ese dolor, tan extenso y hondo como un océano. Para los demás mexicanos representa un punto de inflexión, que nos obliga a revisar cómo se encuentra el proceso educativo en el país.
De acuerdo con cifras de la ONU, a nivel mundial, el suicidio es la segunda causa de muerte entre jóvenes de 15 a 29 años. En el 2018, un primerísimo lugar lo ocupó Japón, con sus elevados estándares educativos, que exigen de los estudiantes gran tiempo y atención. No por nada la nación nipona se halla en el lugar que ocupa, después de haber quedado deshecha tras la Segunda Guerra Mundial. Entiendo que países como el nuestro aspiren a alcanzar ese nivel de desarrollo, por lo que Instituciones de excelencia exigen a sus alumnos un elevado rendimiento.
Mucho debate se ha generado en torno al suicidio de Fernanda. Los alumnos del ITAM alzan la voz, los maestros plantean su postura y tratan de mediar. La Institución ofrece proporcionar una mayor atención a esos factores emocionales que hacen crisis. Desde fuera las posturas en redes sociales se polarizan y suben de tono. Cada cual sostiene su punto de vista mediante diversos argumentos. Unos plantean sus demandas como alumnos; otros los señalan a ellos como “niños de cristal”, con una baja tolerancia a la frustración. Difícil inclinarse en un sentido o en el otro, cuando no se cuenta con todos los elementos de juicio para hacerlo. Lo que sí vale la pena, es revisar cómo anda México en el rubro educativo.
Durante la década de los setenta, del siglo pasado, quienes fuimos universitarios no la tuvimos nada fácil. El criterio del catedrático era lo que contaba y punto. Tuvimos grandes maestros, cada uno con su propio método, algunos de ellos muy duros. Quienes estudiamos medicina y nos inclinamos por una especialidad, vivimos al menos once años de férrea disciplina, incontables noches en vela, y tratos de los superiores muchas veces injustos, que debíamos acatar con obediencia cartuja. Sobrevivimos y aquí estamos.
La educación ha dado un giro “humanizador”. En todos los niveles la educación busca personalizar el trato a estudiantes, de acuerdo con las características de cada uno de ellos. No solo en Instituciones privadas, sino también en las públicas, conforme a un sistema en extremo paternalista. Como si detrás de todo ello existiera una carga de culpa que ablanda la autoridad, o un temor respecto a que los jóvenes deserten y los techos financieros colapsen. Se llega al extremo de casi obligar al maestro a no reprobar a ningún alumno, de modo que el profesional de la educación se echa sobre los hombros una carga extra, diseñar estrategias para que ese chico que no asiste ni participa, a fin de cuentas, termine aprobado, al menos de panzazo.
En lo personal me parece un gran error manejar los programas educativos con tanta consideración, como quien caminara sobre huevos. Por una sencillísima razón: La vida allá afuera no es así; hay que salir a trabajar duro para devengar un salario, o escalar posiciones. En palabras de Bill Gates: “La vida no es justa. Acostúmbrate a ello”. El joven que acaba de graduarse y que ingresa a una empresa no va a hacerlo como ejecutivo senior, pero por desgracia, muchos de los recién egresados llegan con esa mentalidad, totalmente alejada de la realidad.
Estamos viendo el resultado de un sistema educativo que inicia en casa con la misma combinación de culpa y temor, como si los padres estuvieran en obligación de darle gusto al hijo siempre. En muchas ocasiones dejan de lado la autoridad inherente a su jerarquía familiar, y permiten ser manipulados y hasta ninguneados por los hijos. En otros casos actúan bajo la consigna de convertirse en los padres “super buena onda”, los grandes amigos. Descuidan que lo que el hijo necesita es disciplina, la creación de un marco de valores que le enseñe a ir por la vida, y no un “cuate” a su mismo nivel.
La escuela es una manera de ensayar la vida. Dentro de un ambiente controlado, el proceso educativo se encarga de que el estudiante vaya desarrollando habilidades, que mañana le ayudarán a resolver problemas reales. El alumno que exige condiciones a modo en el aula, más delante esperará que en los centros de trabajo las cosas sean de la misma manera, lo que constituye un camino seguro al fracaso. Cierto, habrá momentos cuando parece que todo se viene abajo, tanto en la escuela como en la vida, es entonces cuando un apoyo profesional es un excelente recurso frente al que no hay que escatimar.
Los conflictos emocionales no son cosa de juego. Se abordan de raíz, enseñando a niños y jóvenes a resolver problemas. La escuela es el campo donde se aprende cómo vivir la vida antes de salir a hacerlo por cuenta propia. Igual que en cualquier otra situación, en el proceso de aprendizaje hay altas y bajas. Si el estudiante entra en crisis, puede recurrir a la línea de apoyo en caso de emergencias psicológicas y crisis emocionales (SAPTEL). Tiene cobertura nacional y ofrece atención telefónica las 24 horas del día en el número: (55) 5259 8121.
Descanse en paz Fernanda. Que su partida no sea en vano.
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