Hay libros que resultan intemporales. Exponen principios universales que tendrán total vigencia, en diversos escenarios, a lo largo de distintas épocas. Tal es el caso de la obra de Platón, que ha llegado hasta nuestros días. Contiene elementos que siguen siendo válidos, veintitrés siglos después de publicados, -por cierto, como sucedió con los evangelios, las obras del filósofo griego fueron plasmadas en papel por otros, ya que Platón nunca se sentó a escribir. Dentro de su vasto pensamiento, en estos tiempos viene al caso una reflexión, que señala que antes de soñar con reformar el mundo o modificar aquello que nos rodea, vayamos primero a nuestro propio corazón a establecer orden, armonía y paz.
México vive en un permanente caos sosegado. O bien, ya nos hemos acostumbrado al crimen y a la violencia que se manifiesta a diario en distintos puntos del país. Delitos que en otras sociedades serían motivo de alarma, para nosotros se han convertido en parte de ese imaginario “cultural”, del que pareciera que nunca vamos a desembarazarnos. En forma ocasional, como sucedió en días pasados, esa corriente subterránea emerge como un gran geiser, para volver a aplacarse poco después. Y, contrario a la teoría del caos, que lo considera como un preámbulo para llegar al orden, nuestro caos sosegado y permanente sigue ahí, esperando otro momento para manifestarse como un potente chorro que a todos alarma.
Regresando a las palabras de Platón, podemos inferir que el estado de cosas que priva en el exterior no es más que un reflejo de lo que sucede dentro de cada uno de nosotros, justo en nuestro corazón. Que el desorden en el que se encuentran las relaciones entre individuos, grupos o naciones, es resultado del conflicto que cada uno tiene bullendo en su interior. Y que mientras no demos un enfoque distinto a los problemas que derivan en inseguridad, nada va a mejorar.
A raíz de los acontecimientos ocurridos en Culiacán, surge una primera conclusión. Se corrobora –una vez más—que los asuntos de seguridad de un país, nunca van a resolverse colocando un uniformado en cada esquina. En los casi veinte años transcurridos, desde que inició la llamada “guerra contra el narco”, el número de elementos armados en las calles ha ido aumentando de manera progresiva, y, aun así, la percepción ciudadana para nada apunta a señalar que nos sintamos más seguros. Las cosas se mantienen en una relativa calma para, en cualquier momento, salirse de control, justo como sucedió hace unos cuantos días.
Las finanzas que manejan los carteles de la droga son impresionantes. Pudiera decirse que constituyen un ejemplo de funcionamiento organizacional. Hay grandes cantidades de dinero para cubrir un sinfín de actividades delictivas asociadas a la producción, empaquetado, distribución y venta de diversas sustancias psicotrópicas, amén de otros giros en los que estos grupos están involucrados. La realidad se reviste con sus trajes domingueros para aparecer en redes sociales, y así vender la idea de que el mundo del narco está constituido por una elite privilegiada, que puede darse los grandes lujos jamás soñados.
“Vayamos primero a nuestro propio corazón”, sugiere el sabio griego, y así haremos para preguntarnos: ¿Qué es lo que nos falta dentro de él, que nos lleva a buscar fuera del mismo, elementos para tratar de satisfacerlo?
Por diversas razones la familia actual se ha ajustado a un modelo distinto del que privaba en épocas pasadas. Muchas familias son monoparentales, y en diversos casos con un solo hijo. ¿El resultado? Ese niño pasa buena parte de su tiempo solitario, ya sea solo en casa, o rodeado de adultos con otros intereses, que difícilmente satisfarán sus necesidades infantiles de apego, atención y pertenencia, que la familia de mediados del siglo pasado sí cubría. Los arquetipos que todo niño requiere para su formación, los toma de donde puede, y no siempre son los más sanos. Ahí inicia la espiral que va avanzando hasta resultar en jóvenes desorientados, que se dejan deslumbrar por esas imágenes seductoras. Como no identifican un valor intrínseco a la vida, muchas veces se manejan bajo la consigna de vivir la vida al máximo, sin importar cuánto tiempo dure.
Con miras a hallar una solución efectiva para los problemas de inseguridad del país, y conforme a lo anterior, no habría yo de sugerir retirar las fuerzas del orden de su función de contención. En lo personal no soy partidaria de la idea de “abrazos, no balazos” del presidente López Obrador. No del modo como parece interpretarlo él: Elementos de seguridad inermes, a merced de grupos delincuenciales fuertemente armados, que toman las calles por cuenta propia.
Abrazos sí, en casa, a los niños, a los adolescentes. Padres más presentes, en lo físico, en lo emocional y en lo espiritual, para el fomento de valores humanos. Grupos familiares apoyándose unos a otros. Ciudadanos generosos con su tiempo, buscando incrementar la calidad de vida de esos chicos que muy en el fondo, por debajo de la capa de indiferencia y conducta antisocial, están buscando ansiosos cómo llenar su corazón.
Abrazos sí, como una solución de fondo al terrible problema que tenemos encima. De manera colateral, con el apoyo de las fuerzas de inteligencia militar para la salvaguarda de todos los mexicanos, que es lo suyo.
Ser más humanos
La contingencia sanitaria ha sido un tiempo de contrastes, en el que cada individuo ha enfrentado las cosas de...
julio 21, 2020En búsqueda de la verdad
Me atrevo a suponer que la pandemia que atravesamos ha sido el fenómeno global más difundido mediante la palabra...
julio 6, 2020Conciencia ciudadana
Vivimos un tiempo de posturas radicales, de polarización. Debido a incontables factores, los seres humanos tendemos a constituir divisiones...
junio 16, 2020Educar el corazón
En esta nueva fase social –que no médica– de la contingencia en México, los analistas comienzan a hacer el...
junio 2, 2020