Joseph Schumpeter, el notable economista austríaco, cuestionaba la sobrevivencia del capitalismo, siete décadas atrás. Marx desde luego se unía a este vaticinio sin respuesta contundente hasta nuestros días. Tal vez no sea la contundencia de derrota o de extinción la que buscan autores y analistas. Una declaración de derrota sería tanto como aceptar que la trascendencia del capital ha sido un proceso vano y que los esfuerzos de naciones progresistas ha sido un camino equivocado de origen. Marx relacionaba conflictos de orden interno y los imaginaba en una ruta de contradicción. Schumpeter por el contrario cedía al capitalismo una guía de renovación con afanes un tanto destructivos, pero imperando el capital modernizador como concepto que siempre dejaría atrás procesos anticuados u obsoletos. Esa era su preocupación como fundamento.
El proceso de modernización de las últimas tres décadas desde luego muestra a un mundo ávido de renovación y de incorporación a ideas progresistas. La tendencia social de atender prioridades de la población ha derivado en un socialismo que incorpora las virtudes del capital orillando los modelos de los países industrializados a una adopción de cesión de derechos al capitalismo, pero no con la esencia creada desde la óptica de los años 50 hasta las grandes crisis, especialmente 2007, 2008 y recientemente, 2018. En esos años, la social democracia parecía la ruta que marcaría el destino de la mayoría de las naciones, pero la aspiración social demócrata se hizo pequeña y perdió su impulso.
Tal vez la fórmula tradicional de la social democracia, que incluía regular mercados, impuestos progresivos, expansión de la provisión pública de servicios, resultó cada día más difícil de vender políticamente a la sociedad. Con el tiempo, se adoptaron políticas pasivas proteccionistas en esencia para inundar las bases sociales del populismo, sobre todo el de derecha y el tradicional de izquierda.
El conflicto que se ha creado es la concepción de un modelo de economía basado en capitalismo sin democracia, o al menos una democracia capturada desde el poder y de ello podemos citar ejemplos: el Chile de Pinochet o simplemente china en la actualidad. No podemos negar abusos estructurales y otras imperfecciones, todas desafiando el equilibrio natural que debiera existir entre democracia y capitalismo. El problema ampliamente señalado en este último es naturalmente la desigualdad, no como un componente sin engrane en la cadena productiva de las naciones, simplemente en la concentración de riqueza y en distintas fases de predominio. Esa es la raíz del conflicto.
La interpretación que se ha dado al ciclo productivo mexicano en este año que termina no ha permitido completar la fase de cierre por así mencionar el enlace de todas las cadenas de producción en movimiento de una nación. La referencia sería más clara si se contemplara el espectro de la especialización y la promoción de innovación científica, la educación de calidad y desde luego la exposición a técnicas y experiencias internacionales. Desgraciadamente, el modelo de apertura choca con la concepción en boga de la retención y jerarquización de valores que pregonan los modelos populistas.
Al parecer, las metas que imponen una revisión de valores y de un nacionalismo redentor como cuna de pensamiento rectificador del sentimiento liberal, reducen la expectativa de ampliación de horizontes, lo que significa que la respuesta siempre estará en nuestro medio y en nuestro entorno como valor sepulto en la carrera del efecto globalizador como distractor de posibilidades para toda una nación. Las miras a lo interno nos hacen perder la capacidad participativa y ahogan las ventajas comparativas, ventajas que deberían estar enmarcadas en la competencia global.
La renuncia a preceptos de orden económico ha cifrado una desviación de políticas públicas encaminadas al incentivo de la inversión. Se ha mencionado la adopción de políticas pasivas y proteccionistas, para no invocar el debate natural que surgiría en un ambiente verdaderamente democrático. Ante una democracia o similar de modelo democrático impedido en la función contestataria del debate formal, la fórmula aplastante de mayorías ligadas al poder, anulan la secuencia natural del proceso de decisión gubernamental y de política económica fundamentalmente, siendo esta, la liga natural para la invitación del capital.
La confusión de términos que expresa la tercera transición que vivimos, deja espacios de duda en la consecución de proyectos necesarios de infraestructura y aquellos dotados de imposición y capricho. El sustento natural de las cifras no existe como tampoco la realización de estudios que incorporen técnicas de medición de resultados probables, alcances de cobertura de mercados y plazos de recuperación de inversión.
La expresión política inunda la arena de la comunicación y se radica en un solo foro cotidiano, dejando en el terreno de la especulación la presencia de consejería experta en los temas que se tratan, mismos que deberían contener mayor profundidad y extensión de conocimiento. La simple difusión no cubre todas las áreas que debieran ser sujetas a consulta y exclusiva inspección de especialistas.
La proposición temeraria de soluciones simples a entramados complejos tangibles e intangibles por igual redunda en juegos verbales carentes de dirección y cohesión de un equipo de trabajo nunca consultado y esto naturalmente se percibe como viso de improvisación y el desconcierto en el mundo del capital que debiera estar presente, como ha sucedido en las dos primeras transiciones, se hace patente. Las señales desde esta tercera transición no conjugan experiencia y soluciones pragmáticas, las que requiere el mundo inversor.
Subordinar la economía y reducirla a un plano secundario, y más allá de las consecuencias de su relego, justificar un plano que opera por debajo de la observancia de la estricta ocurrencia de eventos económicos para confundir ingreso con dádiva y alimentar la esperanza de robustecer mercados internos con esa falsa premisa, es una omisión clara de metas de economía básica. El resultado de esta interpretación equivocada en precepto y rigor económico ha constituido una ruta de fracaso en el crecimiento del producto y en la consecución de políticas públicas. Este espacio ha mencionado el desdén que esta transición hace del exterior y de los organismos calificados para opinar sobre nuestra economía. El consenso general exige una rectificación de ruta, una revisión de política económica y una exaltación al respeto y guía económica ordenada. Subordinar la economía es subestimar la fuerza del capital.
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