Por definición, toda política económica arroja números. Por definición también, toda expectativa en política económica es o debiera contemplarse como positiva. La historia de la nación aporta lo esencial para recordar que el acervo de la nación misma está en su historia. No es planteamiento axiomático, tampoco es planteamiento que equipara un pasado con el recordatorio perene de la senda ya recorrida. Se apunta por la sencilla razón de que las formas emblemáticas y la simbología de la transición de poder en turno, lo revive en un tono de añoranza y de emulación.
El orgullo de nuestro pasado, eso es, orgullo de nación, pero las circunstancias de transformación han obedecido a múltiples factores de interpretación de los tiempos, tiempos de participación y de adhesión a las corrientes multilaterales que han reinado en la paz y la convivencia. No es casual el desarrollo del país, como tampoco lo es la invitación a los principales foros de economías pujantes del orbe. El terreno ganado en la escena económica internacional deja la historia en su sitio, acomoda preceptos actuales y muestra las bondades de la adhesión a todo capítulo de progreso.
México aprovechó innumerables circunstancias favorables al final de la gran guerra. La exportación de productos terminados con la misma intensidad en capital y en mano de obra permitió enseñar al mundo las capacidades en el acero, en el aluminio, en el vidrio y en la producción de perecederos. La necesidad de capital no se hizo esperar; las circunstancias exigían protección a una industria incipiente y la capitalización encontró la fórmula de dominio de capital doméstico en todas las emisiones de acciones. Así surgía el modelo proteccionista y la sustitución de importaciones para crear producción propia.
Como toda economía emergente, México tardó algunas generaciones en crear excedentes para incursionar en la exportación sin dejar desprotegida la actividad industrial, sobre todo en la creación de infraestructura. Los años dieron cuenta de la marcha de una economía en crecimiento sostenido, con variables convenientes a la inversión extranjera, con garantías y orden jurídico y una trayectoria de compromiso de soberanía ininterrumpida desde 1824.
México desarrolló una fortaleza única mediante un diferencial de ahorro que distaba de sus rivales cercanos y lejanos, Estados Unidos y el Reino Unido, principalmente, mediante un mecanismo de protección garantizado en rendimientos fijos y vigilados por un instituto central de moneda, el Banco de México, ahora autónomo. Esta captura de mercados de dinero ha estimulado con los años y con la seriedad mostrada por nuestra autoridad monetaria, captura adicional en mercados de capitales y en inversión extranjera directa.
Llegó la transformación de una economía cerrada, si no del todo, México adaptaba sus ventajas comparativas y sus especialidades en los nichos más cercanos a su entorno, hasta depender del comercio con Norteamérica en la mayor parte de su haber exportador e importador por igual. El Tratado de Libre Comercio de 1994 incorporó al país a las economías de bloque, ahora denominadas de mercado. La transición al libre mercado hizo de nuestra economía una economía participativa e integrada a agregados de valor de otras naciones para encontrar el equilibrio de fuerzas y debilidades, para repartir al mundo las primeras y dotar a nuestra cadena productiva de las segundas. Eso es la globalidad.
Al parecer se entendía el camino de la modernidad y se entendía al país como esa gran empresa tenedora de las acciones de todos sus habitantes, acciones contempladas en la acción y no en el control. Se entendía la libertad de acción para emprender, crear y multiplicar. Todo esto se ha visto interrumpido por una visión que distorsiona los más elementales principios de libertad económica. Se han trastocado las percepciones individuales por imposiciones de recepción de recursos fuera de la cadena creadora de los mismos. La simple imposición viola por principio el criterio de adaptación del hombre a su ambiente y revierte la fórmula de adaptación para imponer el ambiente por encima de la voluntad individual.
La añoranza y la emulación, que hemos mencionado con antelación, nadan en la historia entre el romanticismo y la evocación poética de una épica formativa y aleccionadora, constructiva y altanera acaso, si ahondamos en la altivez de la herencia, pero la razón de existir en el presente y la razón de gobierno sienta bases muy alejadas de estas posturas del ayer. Los gobiernos son representativos de un presente sintomático con una visión de futuro. Los gobiernos no son contemplativos, los gobiernos absorben circunstancias que la sociedad plantea, que la sociedad requiere.
La transición en turno se ha equivocado desde su inicio en los planteamientos de la sociedad; los ha ignorado o reducido. En materia económica los yerros ya inundan la grieta irreparable del daño de 20 meses de intransigencia y descuido. La recesión provocada sin pandemia exhibe la inoperancia del modelo de austeridad implantado e impuesto sin consulta y sin consenso. La caída del producto no es consecuencia y obsecuencia de una pandemia. El dispendio sin límite ha desbocado una corrupción sin precedente y un derroche sin frontera.
Los ejemplos de mal gobierno desbordan la agenda de la vida nacional; las imposiciones de proyectos absurdos han contribuido al descuido de salud pública y a deberes de humanidad. Los abusos en la deuda pública, una asumida sin razón en el asunto del NAIM y otros para restituir finanzas de una petrolera que podría no estar quebrada, han sumido las pretensiones de recuperación en toda una generación.
México exige cuentas y recibe retórica simplista, México conoce de números y recibe paliativos y retazos de respuesta, México entiende de bienestar de otros tiempos pero se rehúsa a vivir en el pasado anquilosado que perfila este gobierno. México retiene en el más elevado de sus preceptos los símbolos de nación, pero no los subasta por una burda intentona electoral. México exige cuentas.
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