Las cosas ya no se dieron en la congruencia y en la secuencia esperada de reacción de esta transición de gobierno. La economía no tiene modelo desde el inicio de esta tercera transición. Se anunció un programa de austeridad y se convirtió en recorte de partidas presupuestales de gasto, sin considerar el tamaño de la economía ni el tamaño de la cobertura.
Se instaló una inserción imaginaria de abuso del recurso gubernamental para borrar sustento y privilegios de décadas probadas en la asistencia a mujeres, menores, salud pública y comunidades aisladas. Se insistió en la sustitución de funciones con eufemismos cifrados en la renovación y en la transformación, alentando la réplica del pasado y alejando la eficiencia en desviaciones interpretativas de amparo gubernamental, invirtiendo la demanda ciudadana por la oferta impositiva en descuido de la más elemental captura de la necesidad real.
Esta captura se convirtió en afán interpretativo piramidal para diseminar su esencia desde el poder, interpretación subjetiva que impone necesidad figurativa para asentar en la dádiva la sujeción de la voluntad individual y colectiva por igual. El recurso se tornó en perverso resguardo de sumisión. El intento chocó con una realidad frontal en el reparto de una riqueza especulativa y en el enigma de su creación: el capital.
Los modelos sociales de esta modernidad son esencialmente sociales en su concepción de protección y no de doctrina. El socialismo no lo ve de ese modo; los años han demostrado que los intentos totalitarios de función del estado son retrógradas y retardatarios del progreso. El simple olvido de las fórmulas de creación del capital, el dejar atrás las cadenas de producción y la incorporación de los componentes del costo en la creación de utilidades ha invalidado toda la nomenclatura asociada con las metas de orden existencial por encima de las de cobertura de las capas de la sociedad.
La expectativa de la sociedad radica en la sociedad misma. Las metas de un gobierno popular dictan las medidas de abasto y conformación de vida económica desde un punto de vista de redención sin posibilidades argumentativas del individuo. Las metas de un sistema abierto crean oportunidades sin redención totalitaria. Esa gran diferencia ha significado el éxito de sociedades abiertas en su economía y las cerradas del socialismo, siempre condenadas al fracaso.
El presidente anunció el fin de su modelo sin proyecto con un simple vocablo que dilapidó toda una estructura de progreso cimentada en el crecimiento económico y en la participación activa en los mercados abiertos a nuestra nación, iniciando con el Tratado de Libre Comercio, vigente aún y con las economías de mercado de todos los continentes y todas las adscripciones ganadas de tiempo atrás: dispersión.
En ese instante y ante esa concepción de economía tan precaria y tan distante del mundo actual, ya no puede esperarse absolutamente nada. El término en sí debería constituir una ofensa ante la sumisión que plantea una dádiva que conceptualmente no responde a un esfuerzo o logro. La concepción de forzar una circunstancia desde el amparo del poder y con una óptica jamás probada nos aleja de las metas de la modernidad que en la individualidad ha forjado los más dignos preceptos de superación o bien nos acerca a la etapa del paternalismo de los años de despegue de la industria y la participación activa de México ante el mundo.
Los años del crecimiento o desarrollo estabilizador presumían pequeñez; el hombre del campo era pequeño en sus dimensiones, en su entorno, era preciso dotarlo de semilla, de crédito, de suministros, de seguros, de comercialización. El trabajador era pequeño y era preciso dotarlo de sindicatos y de protección laboral. El mexicano era pequeño y era preciso que se maravillara ante el exterior para que superara sus cortedades. El gobierno dotaba de esas armas de superación. El gobierno pensaba por todo y por todos. El gobierno era totalitario y asistencial.
México creció y descubrió que la pequeñez no existía. La pequeñez era un fenómeno de captura y la sacudió. México asomó sus bondades al mundo y descubrió en el proceso reglas de competencia, de especialización y ventajas comparativas. México se convirtió en una de las economías más pujantes del globo. México dejó de ser pequeño, tal vez jamás lo fue. La pequeñez fue designación temporal, dictada desde el poder y transitoria en su etapa de desarrollo y de progreso.
Dispersión, el vocablo regresivo de la trayectoria de una nación próspera, de una nación integrada al proceso globalizador. De esa dispersión, que en términos de adaptación a la égida de este gobierno en turno, significa reparto. Surge la interpretación de fondo, la intrascendente asignación de tareas para repartir la riqueza de la nación. Surge el mensaje de origen: la confrontación con las formas, con lo establecido para revivir un paradigma enterrado en el paternalismo, en las miras de la redención que en esos años acechaba el belicismo del orbe, que ya no existe, predominaba la concepción del enanismo, que tampoco existe y privaba la concepción de acecho de fronteras que resolvió la era de la certidumbre de las naciones.
Todo tenía resuelto esta transición, absolutamente todo. Todo en política económica se vuelve perfectible sin duda pero todo modelo probado y creciendo merece contemplación y respeto. La economía mexicana adaptaba sus esfuerzos al ritmo de sus socios comerciales, el crecimiento se daba en términos de aceptación universal. Los foros internacionales adaptaban sus preceptos y doblegaban sus imposiciones ante los criterios mexicanos.
Hoy vivimos un fracaso de política económica en México. Vivimos la indolencia y la ausencia de criterios de rectificación. Se extienden cotidianamente, se condensan en publicaciones, las más especializadas. El llamado a la rectificación no solamente es contundente, es imperativo. Esta transición debe, por el bien del país, recomponer todos sus objetivos de política económica. Todos absolutamente. Señalarlos es redundar en la tarea que día con día son replicados. El mundo los condena.
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