Estamos inmersos en el último trimestre del año y las cosas no mejoran. La descalificación que inició el presidente, que continúa y que acentúa día con día, ha resultado en una polarización sin freno. El pronunciamiento triunfalista que adopta el presidente, sin bases, sin la certeza de ámbitos que no están en su dominio, provoca reacciones de una sociedad que ampara aportación al producto de la nación en el comercio, en la industria, en la banca y en los servicios. La infraestructura no llega, pero se remienda con iniciativa que permite la exportación, que nivela la oferta interna y que sostiene la actividad económica que le corresponde.
El sector empresarial hace su labor, pero lo hace con la conciencia de la participación esperada del gobierno con su parte. La adjetivación del presidente lastima. El desprecio por las fórmulas del pasado, las que hayan sido, es reiterado y adosado con frases que equiparan la desigualdad con abuso, la distribución de la riqueza con predominio y las carencias con oportunidades retenidas. El modelo neoliberal paga todas las culpas en la imaginaria del presidente; en ello no existió más que el adelgazamiento de la función de estado y la internación del país en las economías de libre mercado. La autonomía del Banco de México y la ratificación de un tratado de libre comercio merecerían calificación separada de la libertad inscrita en su entorno. Esto marca un inicio a la incongruencia.
El modelo de economía que tenemos en la nación no tiene mención que separe la denostación del liberalismo, como tampoco dirección. La retención del presupuesto para fines distintos a la infraestructura carece de fundamento económico; se hace llamar austeridad por cubrir una desmedida captación de ahorro en la dispersión de atención a la salud, a la ciencia, a la cultura y a innumerables programas de asistencia probada.
La transición en turno somete, desde el grupo de trabajo hasta el aislamiento de la escena internacional. El secretario de comunicaciones estudió ingeniería hace sesenta años, el secretario Urzúa no pudo compartir los afanes discrecionales de la hacienda pública, la secretaria Nahle estudió un diplomado en energía hace treinta años, el director de Pemex jamás tuvo una relación con el sector que maneja y finalmente, para coronar la indignación nacional, Bartlett continúa al frente de una empresa de representación mundial. Esas credenciales tenemos. Un gabinete que acompaña, pero no decide.
La mira totalitaria asomó su primera manifestación en la consulta popular que impulsó un presidente electo. En ella, con menos de cien mil personas se decidió la cancelación de la obra más emblemática de la nación, el aeropuerto de Texcoco y más de ciento veinte millones de personas fueron hechas a un lado en esa decisión. Así las cosas y ante el sometimiento de todo un equipo de trabajo y un congreso de mano alcista han transcurrido diez meses de gobierno. En estos meses hemos transitado en una ruta de tres proyectos. Ninguno ha despegado; en ninguno de ellos se ha cifrado el futuro de la nación, como tampoco se ha centrado la atención del mundo de los negocios y la representatividad internacional. México está dejando de ser noticia y eso es grave.
Vivimos un proceso de revisión continua, nuestra liga al mundo industrializado no se borra en diez meses. En el proceso intervienen autoridades y especialistas del interior también. De ellas recibimos revisiones del crecimiento de nuestra economía; en todas las revisiones vamos a la baja. La economía mexicana todos los días pierde terreno, todos los días pierde oportunidades de activa participación del capital. La renuencia a la corrección de rumbo ya está costando en la carga de intereses, el servicio de la deuda ya lacera futuro inmediato y mediato. El modelo de internación a la autonomía en el abasto de energía y en alimentos está condenado al fracaso. Diez meses transcurridos sin crecimiento lo demuestran. El aislamiento del orbe progresista no es reto, es necesidad y coherencia, es simple armonía con la competencia y la especialización que dicta la modernidad.
Los símbolos de esta transición tienen vida finita; queda un lustro para demostrar que la circunscripción a un propósito es racional en la medida en que la equidad no se interrumpa: no pueden abandonarse metas de infraestructura por un reparto, la mira de los pobres no se cubre con dádiva, se cubre con oportunidades y esas se encuentran en el quehacer económico. Mediar entre la población para erigirse en juez y resolver ingreso por adhesión ha sido fórmula equivocada en un siglo y un tanto más. Resolver en la medianía precaria es resolver en la mediocridad.
La alerta ya está en nuestro medio, la economía se encuentra en franco estanco. Hay tiempo para redefinición de proyectos si esta administración recopila la experiencia de no crecer. El reparto se da en la bonanza. La fórmula populista puede en determinado momento convivir con cualquier fórmula de participación de la inversión, nacional y extranjera por igual, el problema son las bases de participación y la no intervención en los renglones de producción.
Lo que hemos visto hasta ahora, son reglas laxas de inscripción en programas asistenciales o ausencia de ellas. Las imperfecciones anunciadas en Jóvenes Construyendo el Futuro han desviado la mira de la capacitación sin padrón regulador. Se convierten en programas de dispendio y crean vicios de origen. Ese es un solo ejemplo, del que pueden existir más sin duda.
Los tiempos traicionan cuando no se corre en paralelo la visión de futuro de todos, gobierno y gobernados. No se puede elaborar un plan de nación en la incongruencia de un líder creciendo en popularidad a la par que el desempleo y otras manifestaciones que agravan la percepción del manejo de los recursos de la nación y una economía estancada. En algún momento la disparidad se vuelve insostenible. Los tiempos no empatan en la incertidumbre y en la desconfianza.
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