Tal vez la unidad sea la lección más importante para esta tercera transición, porque en su trayectoria ha habido de todo menos el llamado a la unidad. Ahora se da en un momento crítico pero perfilado desde un ángulo que las circunstancias acomodan de un lado y otro de la frontera y estas a su vez cubren perspectivas de sus líderes en sus asientos de gobierno. Si es el autoritarismo, habría que delinear afanes de uno y otro y habría que desvelar planes de imposición con todo y el acoplamiento de fórmulas de perpetuidad en el poder. Los cimientos de ambas fórmulas, distantes en su concentración de poder, no distan en metas de corto plazo y en la obsecuente falsedad de sus premisas y compromisos.
Trump y López Obrador son mendicantes compulsivos en la tónica popular, en la redención de valores de épocas que la historia sepulta y que la modernidad interrumpe en forma invasiva. Ambos invocan preceptos hundidos en la memoria, en la historia, una conservada en la exaltación de la heroicidad y en la página bélica y otra en la figura paternal de guía y trato suave con mano extendida al futuro jamás soñado.
Si alguna vez se pensó en un enfrentamiento entre estos dos jefes de Estado, en este fin de semana que transcurre entre la semblanza de rescate de última hora y una cuenta regresiva que alude a los días aciagos de la invasión de Normandía, pues sencillamente no hay tal, las emociones desbordadas nunca hubieran llegado a tal extremo. Las cosas se antojaban difíciles pero la cesión ya estaba en marcha; la política interior por encima de cualquier circunstancia de acecho ya estaba anunciada. Política interior, baluarte del presidente. Política interior arrinconada y significada en la intemperancia de la fuerza mostrada desde el norte. Así de simple.
Las condiciones vendrían, vinieron. Las circunstancias de futuro llegarían, llegaron. Lo que nadie hubiera podido evaluar serían los costos. El muro humano, sin experiencia policial, asumirá una responsabilidad que el régimen actual no hubiera deseado ni contemplado. Si entorpece su proclama inicial, pues será simplemente adoptada como un cambio de rumbo, algo inusitado en esta transición. El entredicho y la premura de acomodar voluntades traiciona proyecto o al menos idea de proyecto porque proyecto de trascendencia nunca lo ha habido en esta transición, más allá del mapa electoral.
Se asoma la nota del compromiso, el de la cesión, que lo fue de origen. México llevaba la carta de rendición, sin la redacción en nuestro idioma, porque esa nunca llegaría a un acuerdo de partes. No se excluye la voluntad y la adhesión a la lógica y la razón si estas dos condicionantes imperaran en la mente de un gobernante veleidoso y abrumador, excluyente desde cualquier principio ético, desde su concepción de representación y asunción al poder. México acepta la prerrogativa de que no existe negociación posible con un líder como Donald Trump. Esa es premisa de origen, esa es circunstancia de paciencia inagotable para consolidar lo incierto.
El concierto de las naciones exige pausas, exige reflexiones que reclaman temple y madurez de Estado. Hubo dos guerras que colmaban la desesperanza y en hombres de visión se dio el resurgimiento y el aliento de reconstrucción de naciones que despertaban en la derrota y el aislamiento. Los días han cambiado, las armas están en custodia severa, las que emanan fuego; las que triunfan y las que derrotan hoy, son mercancías, son satisfactores que inundan mercados en estricta competencia y en estrictas reglas de participación. México las conoce desde las oportunidades de la segunda guerra, la que nos brindó el nicho esperado para enseñar al mundo industrializado el acero, el vidrio y la fortaleza de la iniciativa mexicana.
Hoy, México se pliega; el presidente se aísla de los foros internacionales, ignora las invitaciones a asientos ganados con denuedo en la escena internacional. Una de las primeras economías del orbe, la nuestra, la que ha dado muestras de despegue de la emergencia, logra aceptación en las discusiones más trascendentes de las economías que rigen el orden basado en las ventajas comparativas y en la competitividad y no en la imposición, como tampoco en la ofensa territorial y en el origen y en la cuna intocable de civilización que el mundo entero elogia: etnia, cultura, cocina, arte y valores ancestrales.
El episodio que trascenderá como el desafío a aranceles, como la imposición sobre otra imposición, la primera comercial y la segunda migratoria, nacidas ambas de la nada, una nada conformada para defensa de otra imposición, una propia de conservación de prebenda electoral, hace de todo esto un juego perverso no visto desde los años de la Guerra Fría, en donde las salidas de naciones dignas no tenían consenso popular. México se hunde en esa nada, se rinde ante la nadería del dictado proverbial.
La lección de unidad mencionada al inicio de este texto viene ahora a cobrar cierto sentido ante la patente e intencionada división y polarización que no se diluyó en Tijuana, que no alcanzará la unidad de los mexicanos que contemplaron y palparon la fragilidad de un régimen que, ante una simple amenaza pasajera de un aliado, no de un enemigo, quiebra toda ostentación de arrogancia y de sujeción de miras capturadas en un ritual de personalidad que finalmente no nutre el cobijo esperado.
El llamado a la unidad fue atendido, de eso no existirá duda, las organizaciones que cuentan y los gobiernos de los estados hicieron presencia. Los costos vendrán sin duda, los materiales, los de defensa sembrados en una línea fronteriza y los de desplazamiento no contemplados; los de adquisición de perecederos también vendrán, los correspondientes al chantaje sobrepuesto al embargo significado en tarifas grotescas que nunca fueron. Los costos que nadie contempla son los de la división que invoca el régimen un día si y otro también, división que la civilidad enterró por un día, costo que queda a cargo de esta transición para que lo valúe en el futuro. Del atolladero, el de estos días, este gobierno en turno no salió solo. Que quede claro.
México exige cuentas
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