El escenario que vivimos lo concibe la razón y el escrutinio, no la imposición. Los dictados desde un poder acorralado por la sensatez, por la secuencia del razonamiento estructurado se enfrentan al pronunciamiento vago, sin estructura, el de un hombre saturado de una ruta precaria, incólume, distante de la realidad que todos los días hace de un quehacer matutino una tortura infame. Eso hace el presidente, dislocar todo precepto de razón, todo precepto de cordura y de unión. Realmente el beneficio no se avizora, no en materia de estado, no en gobierno, no en retórica que convenza; el juego es peligroso porque el retroceso económico está en marcha.
Eso está en marcha, un estanco en la producción, un arrebato de ocurrencias sin sentido, una cancelación de programas en función, una dilación de supuesta distribución que borre toda mediación y toda semblanza de diferencia con un pasado que jamás podrá borrarse, que jamás podrá eclipsar prerrogativas de crecimiento y fundamentos de nación y de instituciones. Eso no puede soslayarse porque equivale a renunciar a una ruta de nación. Eso no puede lograrlo un individuo sin el fundamento esencial de un patriota: la verdad.
Existe una verdad, pero sus cimientos no se encuentran en la división, no se encuentran en el enfrentamiento y jamás harán cuna en el rencor. La esencia del poder debe ser de una pureza que desafía por encima de todo precepto la individualidad y la imposición. La mira de un solo hombre, equivocada desde todo ángulo en la figura del presidente, errada desde la mínima concepción de interpretación y pronunciamiento, ha merecido no solamente repudio, escarnio y señalamiento global por las miras tan cortas en su visión de gobierno.
La verdad es dominio de multitudes porque las imposiciones abundan en la fase contraria a esta; es en la soledad de la impotencia en donde las raíces de la reacción encuentran acomodo y es en el combate a la sinrazón en donde las colectividades encuentran su defensa. La historia no acomoda sin provecho. El régimen actual es quimera improductiva, es pasaje de historia sin construcción y sin destino.
Todo tiene un inicio y un fin. La política mide una escala, la economía mide una satisfacción. La política tiene una prerrogativa y si se traiciona, no tiene ni principio ni fin; la economía no puede hacer otra cosa que medir bienestar o fracaso. La política nunca será primacía del bienestar cuando las circunstancias del bienestar se encuentren circunscritas a la sumisión de lo más elemental que tiene el individuo: voluntad de elegir.
El reparto directo, el del presidente, es una imposición y es una humillación y un dictado sin principios. Es fórmula de contención y de inducción de límites de potencialidad y de progreso, el individual y colectivo. Un gobierno no tiene ningún derecho a medir las aspiraciones de su población, tampoco a desafiar sus precariedades. El gobierno de López Obrador decide remuneraciones cuando su feudo goza de disposiciones sin precedentes, cuando sus aliados han eludido la justicia, cuando sus disposiciones burlan lo más elemental de la ética legislativa, cuando sus exponentes han merecido el repudio de lo más elemental de la ética y las buenas costumbres. No se hace gobierno del desecho tóxico de la sociedad.
La corrupción, estandarte que da la vuelta a lo más insigne de la conducción de principios cuando la mentira es la que impera, cuando la renuencia es la que inunda los caprichos de muestra de una estulticia que nadie compra en la subasta de manos alzadas y de encuestas insulsas. Cuando los pronunciamientos son vacíos desde ese púlpito aburrido y distractor, condenado a sepultar frases incompletas e incoherentes, cuando la noticia del día no llega a ser noticia, por la reiterada frase intrascendente y calumniosa, acusadora, retadora, en la triste imagen de lo que hubiéramos querido de un jefe de estado, el que acudiera a las reuniones internacionales, a sentarse con sus homólogos, a defender principios mexicanos ganados con denuedo. En vez de ello, tenemos un activista en campaña, echando gritos en los pueblos, ante una dinámica que no reditúa en absolutamente nada, en la división, en ello lleva delantera.
Polarización, una y otra vez anunciada, extendida, como ola imparable ante el discurso del rencor, de la división alguna vez simulada en el ensayo de Paz, de Cosío Villegas, de Krauze, para alimentar la unión, para nutrir las diferencias, para aliviar la integración, para sustentar la parsimonia de los destinos del mundo que no perdona la indiferencia. Ahondar la llaga en un siglo implacable en la incertidumbre no es visión de Estado, habría que contemplar el mundo antes de juzgar el nuestro; eso no lo hace nuestra tercera transición por cortedad y por necedad. La contención de recursos y la cerrazón no pueden constituir gobierno.
Las metas convulsas, las indefiniciones de modelo y seguimiento de la economía en todas sus acepciones nos dejan en terreno de indefensión y de fracaso económico. Desarrollo es un término sepulto en la ignominia de la confusión de este régimen, que alude al reparto como insignia de progreso cuando la voluntad se interrumpe, cuando el sueño se impone, cuando el mismo sueño se inunda de preceptos vagos, de irrestricta sumisión. La dimensión totalitaria de los años que la historia recuerda para no repetirlos. En México, el totalitarismo no sucederá. El talento impera, por más discurso mañanero destemplado.
Las cifras alertan, las llamadas a la razón también. Todo alerta. Estamos en alerta, la sociedad civil y las organizaciones de toda envergadura civil se pronuncian. La estulticia y el reto ordinario aturden. La incoherencia ya plasma signos de desconcierto y de alarma. Es tiempo de ser escuchados, es tiempo de cancelaciones de este lado, del lado de la cordura, del cuidado de los bienes nacionales, de nuestros activos, de nuestro acervo. Ya basta, no es la hora de llevar nosotros, la sociedad, la carga…
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