El impulso progresista de las naciones, visión de largo plazo como revolución silenciosa, se contrapone al corto plazo que sostienen las clases mayores, las que votan tal vez, las que expresan una reacción autoritaria contra los valores progresistas, las que crean un peso político que no diluye la visión joven de cambio. El ascenso de los populismos autoritarios en occidente desde luego está ligado a ese avance a largo plazo del impulso progresista en el plano social y cultural. La revolución silenciosa y el cambio de valores dieron inicio y mantienen evidencias entre jóvenes universitarios formados en las sociedades de las décadas de los sesentas y setentas sin exclusividad desde luego. Desde entonces se han conformado minorías en las edades que defienden valores tradicionales. La búsqueda infructuosa de permanencia de un conservadurismo que no necesariamente responde a lo estricto del vocablo, habla de liderazgos de otra época, la que el mundo ya hace a un lado para imponer la retórica populista, para conceder privilegios de poder al pueblo. El mundo ya no se asombra con los resultados del Brexit, de esa división antagónica a la herencia británica de la mira hacia adentro, de esa herencia que se antojaba irredenta e incólume ante el desplante de la división por la división misma, de la altanería de anexión al euro, de la que invocaba liderazgo en la alianza clave para derrocar a la Alemania de Hitler. No es historia antigua a la que se hace alusión.
El auge de la captación monetaria de los setentas queda atrás como sombra de hegemonía bancaria rectora de depósitos denominados fuera de la libra esterlina. Centro de atención mundial con un Banco de Inglaterra erguido como nunca antes, para demostrar el arrojo de los años de guerra y de dominio de colonias. Para 1979 eran vestigios de esa efímera era. Así se suceden las cosas en los países, el auge se traslada por la simple ecuación de la multiplicación de los recursos que no se detiene. Y hablamos de historia reciente. A diez años de la quiebra de Lehman, de estos días precisamente de Septiembre, todavía estamos en el reparto de culpas. Los Estados Unidos nunca anunciaron este fracaso hasta que el mundo se enteró por las posiciones de tesorería de instituciones y gobiernos por igual. Esto es, por el simple intercambio de valores por liquidez, liquidez que ya no existía. Europa no estaba exenta de sus propias maniobras de fracaso, la eurozona estuvo expuesta hasta un límite que no tuvo más remedio que fijarse hasta el 2012, con deuda pública fuera de control , derivados negociados en Londres, herencia de AIG, el gigante asegurador norteamericano y los servicios de una Irlanda como paraíso fiscal para Norteamérica y todos estos países en su propia burbuja inmobiliaria, empezando por España, hechos todos ya alejados de la situación crítica de Lehman ocurrida en 2008. En 2006, como antecedente curioso, casi el 30% de los títulos hipotecarios más peligrosos de Estados Unidos estaban en bancos europeos. Demostrado queda que un activo, el que sea, que invite a un rendimiento sin importar su origen se convierte en polo de atracción para el capital del mundo entero. En el proceso de creación de la burbuja inmobiliaria española por encima del resto de Europa, en forma casual, el déficit español como resultado de la crisis global coincidía con el superávit alemán y esto estaba fuera de toda coincidencia, Alemania no era culpable, no al menos de esta crisis. Más tarde encontramos la verdadera discrepancia de crisis y su relativa importancia en el entorno mundial: Grecia, una pequeña economía destrozada por todas las economías a su alrededor. La eurozona no tenía respuesta ante la deuda soberana de Grecia La receta se aplicó en la culpa revertida al gobierno norteamericano por dejar que quebrara su símbolo de poder: Lehman. No querían otro caso similar en otra parte del mundo. La receta del orden político resultó por la simple dimensión de la economía griega, y por disminuir los efectos de trascender al modelo europeo de la eurozona en franco conflicto con la salida de Gran Bretaña con su Brexit.
Los auges de los países no necesariamente acompañan una debacle como corolario al esfuerzo enorme que representa crecer, simplemente crecer, desafío que hoy no enfrentan muchos países industrializados. No existe una fórmula de crecimiento y derrota por consecuencia como final de una historia. Estamos contemplando un mundo de tal integración económica que los pasos de un instituto central de moneda repercuten inmediatamente en las tesorerías de todos. Y más allá de las acciones de los bancos centrales, los agente económicos que cuentan y que logran tal acervo de control del capital no están exentos de fracasos; el cuarto banco de los Estados Unidos fue a la quiebra sin remedio de autoridades, quiebra que hoy después de diez años, el mundo no absorbe como lección monetaria ni de intercambio, la interpreta como medida política que aleja prerrogativas de influencia y que allega las de interpretación simplista del orden que debía llegar como combate al imperio de los sistemas: el de las medidas populares, para que el sentimiento e interpretación de guía recaiga en todos, en ese pueblo que sabe pensar por las necesidades múltiples y pletóricas de redención de toda una sociedad en su conjunto, sin la ayuda del sistema que lo creó y lo pensó y concibió como modelo de sustento: el populismo. Ya ponemos en tela de duda el auge como tributo al talento. Surgen desafíos en la simple confrontación de lo establecido, en la simple adopción de los términos que nos dieron naciones en la amplitud de la paz social y en la convivencia sana de la competencia para hacer de la actividad fabril y la creatividad un mundo perfectible siempre, pero en auge.
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