La nueva cinta del director de Güeros se suma a las producciones de nostalgia ochentera.
En los últimos tiempos se ha dado un fenómeno a nivel mundial de nostalgia hacia los años 80’s y 90’s, y el cine no es ajeno a esto. En todo mundo se están producido series y películas sobre estos periodos de tiempo y en México, por ejemplo, Gloria (2014, Christian Keller) y El Más Buscado (Mexican Gangster: La leyenda del charro misterioso, 2014, José Manuel Craviotto) fueron quizá de las primeras obras inscritas en esta preferencia que ha llegado a su zenit a partir de este año, en el que se han estrenado varios trabajos que se inscriben en esta tendencia, como La cuarta compañía (2016, Mitzi Vanessa Arreola y Amir Galván Cervera), El día de la unión (2018, Kuno Becker) y por supuesto, series como Luis Miguel, El secreto de Selena, Hasta que te conocí, Hoy voy a cambiar, entre otras. Museo (2018, Alonso Ruizpalacios) es parte de esta fiebre que comienza cada vez a tomar mayor fuerza.
La cinta se basa en el robo real del Museo Nacional de Antropología de México y narra el acontecimiento desde la perspectiva de los asaltantes, dos jóvenes estudiantes de veterinaria que, sin ser profesionales y aprovechando que, por ser Noche Buena las ya de por sí escuetas medidas de seguridad del lugar fueron más laxas, perpetran uno de los asaltos a sitios culturales más espectaculares de la historia. Aunque basada en el hecho real, se trata de una muy libre versión del acontecimiento.
Lo más atractivo de la cinta es el humor desenfadado con que se trata el asunto, que llega al verdadero delirio en algunos momentos – la muy discreta actitud de los neófitos ladrones al escuchar al padre de uno de ellos diciendo que “Deberían linchar a esos hijos de puta y arrastrar sus cuerpos por todo el Zócalo, y después quemarlos” al ver la noticia en televisión, por ejemplo – además de las actuaciones de primerísimo nivel, encabezadas, obviamente, por un muy controlado Gael García Bernal y un asombrosamente ñoño Leonardo Ortizgris (Güeros, 2014, del mismo director que esta), así como la presencia de un espléndido Alfredo Castro (Tony Manero, 2008, Pablo Larraín), que da una cátedra de cómo construir un personaje. La estupenda fotografía de Damián García y la edición de Yibran Asuad, permiten adentrarse en la esencia bio-ficticia de la obra, que por momentos tiene ecos de Y tu mamá también (2001, Alfonso Cuarón), con la que comparte no sólo al protagonista, sino a esos viajes de iniciación, muy del cine de los 2000, como Por la libre (2000, Juan Carlos de Llaca), Piedras verdes (2001, Angel Flores Torres) y por supuesto, Güeros, obra del mismo autor y a la sazón, ubicada en los 90, que en cierto modo es el modelo a seguir en Museo. Con esta comparte cierto aire de la Nouvelle Vague Francesa, con anécdotas sencillas y personajes que son parias sociales, no es casual entonces que, como apunta Deborah Young, en The Hollywood Reporter, “Gael García Bernal (se asemeja a) Alain Delon más que nunca”.
El manejo de la banda sonora y la música incidental es asombrosa, regresando a La noche de los mayas, de Silvestre Revueltas, a ser lo que fue al principio, la banda sonora de una película, sólo que en esta ocasión está mejor empleada que en La noche de los mayas (1932, Chano Urueta).
Ahora, si bien es verdad que es más lo positivo que lo negativo que se puede encontrar en la obra, hay un elemento que quizá sea negrito en el arroz: El cine en general se ha empeñado en volver atractivas a personas non gratas, como Jordan Belfort, en El lobo de Wall Street (2014, Martin Scorsese) o Chris Gardner en En busca de la felicidad (2006, Gabriele Muccino). El primero, Belford, defraudó a miles de personas dejándolas en la miseria, mientras el segundo, Gardner, no fue la perita en dulce que colocan en la cinta, ya que golpeaba a su esposa y muy pocas veces estuvo con su hijo, el que dejó en Servicios Familiares una temporada porque no estaba preparado para convivir con él. En el caso de En busca de… los autores manipularon la historia de tal manera que se volviera un ejemplo de resiliencia, mientras que en El lobo…, aunque se trataba de una crítica a un sistema que permite que criminales de “cuello blanco” adquieran poder, fracasa miserablemente al intentarlo, y al paso del tiempo se ha vuelto un ejemplo de cómo se deben hacer los negocios exitosos, y un comentario común en cualquier idiota metido a “emprendedor”, es el “hay que hacerlo con ganas, como en El lobo de Guol Estrit” (¿verdad, Peñita?). En el caso de Museo, para empezar, se guarda cierta distancia con los seres en los que se basó la anécdota, los cuales sólo realizaron el robo para poder conseguir dinero para cocaína, intercambiaron algunas piezas por droga y fueron capturados 4 años después del acontecimiento, gracias a un pitazo de una de las personas a las que intentaron venderle su botín. En este caso, Alonso Ruizpalacios decide alejarse de ellos y los transforma en 2 jóvenes que intentan decirle al mundo que ellos robaron sólo por demostrar que podían hacerlo, que no eran los inútiles que todos pensaban. A su vez, critica lo idiotas que resultan ser las autoridades y lo difíciles, hipócritas y destructivas que pueden ser en ocasiones las relaciones familiares, amén de ser una especie de carta de amor a una muy gris Ciudad Satélite. Los personajes se inscriben en un viaje de iniciación, muy cinematográfico, del que regresarán cambiados para siempre, teniendo que asumir la responsabilidad de sus actos y aceptando sus pérdidas.
A principios de los años 80, el director Brian de Palma fue reclutado por la Universal para realizar el remake de Scarface (1932, Howard Hawks), una obra maestra que presentaba, por medio de un personaje ficticio, una crítica para Al Capone, el mayor criminal norteamericano de ese entonces. La idea era usar el mismo principio para analizar lo terrible que era el mundo del narcotráfico que empezaba a crecer hasta convertirse en el monstruo imparable que es hoy. Presentado en 1983, generó controversia por lo crudo de su tratamiento, siendo uno de los primeros trabajos fílmicos que no eran del género de terror que usaron efectos gore, nada estilizados, para escenificar lo bajo a lo que podían llegar los que se inscribían en ese oficio. Al final de la cinta, con la muerte del protagonista, Tony Montana, en un mar de balas y cocaína, De Palma quiso dar a entender que “el crimen no paga”. Sin embargo, se volvió un, aún hoy, influyente modelo a seguir, no sólo cinematográficamente hablando – casi todas las “narcoseries” y películas sobre crimen copian su estructura como si fuera un libro sagrado – sino socialmente. Muchos jóvenes quieren ser tan “exitosos” como Montana, e incluso anhelan morir como él; los posters y playeras con la inmortal e inmoral imagen de Al Pacino, interpretando al personaje, se venden como pan caliente e incluso, se llegó a realizar una secuela en videojuego en el que Montana vuelve al “negocio”, solo que ahora el jugador es el mafioso.
Al final, lo importante de la cinta es que es una obra interesante, muy disfrutable, poco común en una cinematografía tan mala como la mexicana, además de ser un homenaje a los “satelucos”, pero por otro lado, Museo, a pesar de todos los premios que ha tenido, nunca va a tener la penetración de las obras comentadas, y sus intenciones no son para nada moralistas (en el sentido tradicional de “el crimen no paga”), sin embargo, si un solo chico intenta o comenta acerca de cometer un robo a un museo, automáticamente se volverá un filme fallido. Aunque quizá esto también signifique que pasará a la posteridad.
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