Will Farrell es un tipo muy inteligente. Aunque no lo parezca, representa lo que queda de una tradición de comedia tonta norteamericana que se ha ido desvaneciendo poco a poco, dejando de ser comedia para solo quedar como tonta. Su humor no es para todos, pero resulta refrescante si se compara con el que practican otros comediantes. Quizá sus cintas no son las mejores, pero por lo menos no se conforma con repetir la misma fórmula una y otra vez, y prueba de ello es su nueva producción, Festival de la canción de Eurovisión: la historia de Fire Saga (Eurovision Song Contest: The Story of Fire Saga, 2020, David Dobkin).
Antes de que me linchen quiero dejar en claro dos cosas: No mentí en lo que comenté en el párrafo anterior, pero tampoco quiero decir que Ferrell sea el mejor de los creadores de comedia de los Estados Unidos, ni que estemos en la panacea. El actor viene de una época en la que comenzaba a decaer la comedia cinematográfica americana, debutando como titular en A Night at the Roxbury (1998, John Fortenberry). Poco después colaboraría con su amigo, Ben Stiller, en la hoy clásica, Zoolander (2000), con quien colaboraría en otras ocasiones. Su verdadero primer gran éxito como protagonista vendría de la mano de Jon Favreau, en Elf (2003), que le permitiría generar sus propios filmes. Sin duda, de esta época sobresale Anchorman: The Legend of Ron Burgundy (2004), dirigida por el que es hoy en día uno de los mejores realizadores de sátira política, Adam McKay. Entre los dos fundan el sitio de comedia, Funny or Die, que no sólo se dedica a producir y difundir sketches y cortometrajes que muchas veces han resultado en verdaderas obras maestras de la incorrección y la crítica política. Su mayor logro, el mediometraje, Funny or Die Presents Donald Trump’s The Art of the Deal: The Movie (2016, Jeremy Konner), con el que buscaban evitar que Trump llegara a la presidencia. Desde mediados de los 2000, las cintas cómicas norteamericanas están divididas entre 4 productoras que bien que mal son las que más consume la gente, por un lado, las realizadas por Happy Madison, propiedad de Adam Sandler, totalmente idiotas y de mal gusto; por otro, las generadas por Paul Feig, que van de lo terrible como Spy (2016) y Snatched (2018, Jonathan Levine) a lo casi sublime de A Simple Favor (2018) y la serie de tv, Zoey’s Extraordinary Playlist; seguidas por las que genera Apatow Productions, obviamente propiedad de Judd Apatow, quien ha hecho algunas de las mejores cintas cómicas existencialistas maduras. La cuarta tendencia es la que genera Gary Sanchez Productions, de McKay y Ferrell, que tanto producen comedias tontas e inofensivas como ácidos retratos políticos y sociales, como The Campaign (2012, Jay Roach) y Vice (2018, McKay). Obviamente, este recuento toma sólo las producciones comerciales, gente como Wes Anderson, Jim Jarmusch, Alexander Payne, Noah Baumbach, Woody Allen y los hermanos Coen, se cuecen aparte. Las cintas escritas por Ferrell buscan siempre formas originales de contar lo mismo: son, como las de Chaplin y Jerry Lewis (con su marcada distancia), la historia de un perdedor que por obra de su misma estupidez y terquedad, terminan triunfando, una y otra vez. Su personaje siempre es el del idiota con talento que fracasa pero, debido a casualidades del destino, termina ganando. Para narrar esto, siempre se rodea de una satirización de algo que le es desconocido al actor y al descubrirlo, se sorprende tanto por su existencia, que termina siendo homenaje y parodia a la vez, algunas veces, añadiendo un toque de crítica.
Lo hizo con las carreras de autos en Talladega Nights: The Ballad of Ricky Bobby (2006, McKay), con los presentadores de noticias en Anchorman: The Legend of Ron Burgundy (2004, McKay) y sus secuelas; con las telenovelas mexicanas, en Casa de mi padre (2012, Matt Piedmont) y ahora en Festival de la canción de Eurovisión, hace lo propio con los festivales musicales.
La cinta cuenta la historia de una pareja de músicos islandeses fracasados, cuyo mayor anhelo es el de participar en el Festival Eurovisión (en América Latina, su copia pirata fue el ya fallecido Festival OTI), uno de los más extravagantes escaparates del mundo musical. Debido a que casualmente, se deben escoger 12 participantes para elegir al representante de su país y solo tienen 11, son elegidos en un “de tín marín”, y después, también por mera casualidad, al fallecer en un accidente todos los aspirantes, son enviados a Reino Unido, en donde deberán enfrentarse a los mejores del mundo.
La anécdota no aporta nada original y el tipo de humor utilizado es el que tiene acostumbrado el comediante. Las actuaciones son espectaculares y Ferrell se siente como pez en el agua, al grado de que a pesar de que está demasiado viejo para interpretar a un joven músico, logra que entremos fácilmente en su juego. Rachel McAdams realiza una interpretación tan comprometida que si uno no supiera que las canciones no las canta ella, caería en el engaño, y su antagonista, Dan Stevens, tiene un papel entrañable, que va de lo aparentemente malvado a lo tierno. El guion es muy correcto, es el mejor que ha escrito el comediante hasta la fecha, con un Macguffin tan elemental que logra engañar al público, sólo para poder contar un chiste sobre duendes. Su trabajo de personajes es muy respetuoso, curiosamente, y se dedica a criticar, precisamente, a sus paisanos, porque siempre que no entienden algo, lo terminan destruyendo. Técnicamente, es también una de sus obras producidas más cuidadas, con una extraordinaria fotografía y ambientación, hermosos vestuarios y una banda sonora de primer nivel.
Los puntos más altos de la cinta tienen que ver con la visión que tiene el comediante sobre el festival Eurovisión. Para él, que lo ve desde el otro lado del mar, resultó una revelación el observar la veneración que genera en gran parte del mundo europeo, por significar para muchos, un lugar de convivencia pacífica, de diversidad y tolerancia. Y eso intenta reflejar en la cinta. Las motivaciones del antagonista, por ejemplo, no son las de la envidia y la ambición, sino la necesidad de encontrarse, ser libre y ser amado, por lo mismo, no existe un complot para destruir a la pareja de músicos. Por el contrario, sirve de detonante para que ellos logren sus sueños y encuentren el amor. La música, el otro gran logro del filme, cuenta con algunas de las canciones más bonitas que se han escuchado en este año y no extrañaría que tengan nominaciones al Óscar.
Festival de la canción de Eurovisión es una obra de amor y respeto. Y eso la hace diferente a las demás comedias norteamericanas actuales. Es, como todos han apuntado, una carta de amor por uno de los eventos más curiosos que existen, una visión romántica y asombrada al show de freaks más grande del mundo. A diferencia de lo que se está creando en el género, que busca el entretenimiento fácil y lleno de concesiones para ganar dinero, ésta intenta divertir y al mismo tiempo, decirle al mundo que hay cosas que todavía valen la pena. Y claro, ya de paso, ganar dinero.
La comedia norteamericana está muriendo. Se encuentra en una dolorosa decadencia que ahora, con los tiempos que corren, de virus, racismo y narcotráfico, se ha vuelto más evidente. Prueba de ello son los más recientes filmes cómicos que se han estrenado, como The Wrong Missy (2020, Tyler Spindel), una muy forzada y fallida romedia, con el sello de pedos y caca de Adam Sandler, e Irresistible (2020), la muy fallida sátira política de un Jon Stewart, que demuestra que es más fácil decir chistes que filmarlos.
Si Festival de la canción de Eurovisión fuera la última cinta cómica norteamericana, sin duda sería un cierre bastante digno – aunque gracias a Dios ya viene la nueva de Wes Anderson y pinta bien–. Es una canción de amor a un fenómeno que se ve desde los ojos de una cinematografía que está cada vez más desesperada por encontrar su identidad en una sociedad llena de odios y rencores, de desigualdad e injusticia, disfrazada de superhéroe pero con ideología de villano.
Una película tierna, divertida e inofensiva, que en una de esas, se convierte en un clásico.
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