Esta semana, la cartelera nacional tiene dos ejemplos de que el cine de terror no requiere de grandes y asquerosos efectos visuales para aterrorizar a la gente: Voraz (Grave, 2016, Julia Ducournau), una interesante metáfora sobre el crecimiento, la identidad y cómo los errores (y horrores) familiares siempre van a afectar a los hijos, enfocada en una adolescente que se vuelve caníbal, y La morgue, más que horrible título latinoamericano para The Autopsy of Jane Doe (La autopsia de Jane Doe), muy interesante filme del noruego André Øvredal (The Troll Hunter, 2010).
La cinta cuenta el descubrimiento del cadáver de una bella joven de la que se desconoce tanto su identidad como la causa de su muerte, por lo que es enviada al forense local para que trate de averiguar qué pasó con ella. Poco a poco, el forense y su hijo comenzarán a experimentar raros sucesos que irán incrementando en su irracionalidad.
Hay que reconocer que si un género ha sobrevivido a la avalancha de superhéroes que actualmente inunda las carteleras del mundo es el cine de terror, aunque también hay que aceptar que para lograrlo, ha tenido que recurrir al sobre efectismo, la sangre en exceso y sobre todo a la elementalidad narrativa. De vez en vez surgen filmes que rompen los parámetros y muestran una gran originalidad. En este sentido, La morgue pertenece a ese selecto grupo de películas, como en su momento fueron Déjame entrar (Låt den rätte komma in, 2008, Tomas Alfredson), Halley (2013, Sebastián Hoffman), La bruja (The Witch, 2015, Robert Eggers) y Está detrás de ti (It Follows, 2014, David Robert Mitchell), que por medio del género analizan los tabúes de la sociedad sin recurrir al efectismo gratuito. En este caso, Øvredal se olvida casi por completo de los efectos visuales y se centra en detalles tan sencillos como una mirada, los parpadeos de unas lámparas, los constantes claroscuros, etc. Desde el principio, la inquietante presencia de Jane Doe, la hermosa chica muerta, es más que suficiente para sentir erizados todos los cabellos, pelos y vellos del cuerpo. Esa sensación extraña de que en cualquier momento un cadáver puede levantarse está ahí. La inmovilidad de muerte se transforma en el más sofocante de los miedos.
En su primera parte, el filme se da el lujo de ir detallando de forma muy minuciosa cómo se va realizando la disección, va dando evidencias de qué puede estar pasando y poco a poco, aunque por momentos toma un camino convencional e incluso evidente, como cualquier material del género, se va transformando en una muy original forma de ver el miedo en el cine. Aquí no se necesita de grandes demostraciones de testosterona, como en Viernes 13 o La masacre de Texas, ni de los impactantes efectos visuales de El conjuro o Pesadilla en la calle del infierno. Por el contrario, se apuesta siempre a lo racional, a lo que puede pasar sin necesidad de ser sobrenatural (una mosca saliendo de un cadáver, un teléfono que no tiene señal, etc.) y lo transforma en mágico, en espeluznante. Al final, si bien se apuesta por la fórmula (todo tiene que ver con lo inexplicable, con la magia, la brujería, etc), no deja de ser una obra fuera de lo habitual en el género.
En días en que el público está acostumbrado al terror fácil, al cine que no requiere más que apagar las neuronas y disfrutar las palomitas, La morgue refresca un poco la cabeza del espectador y demuestra que el miedo está dentro de nosotros y que todavía el séptimo arte tiene muchas historias qué contar.
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