Tras ver Isla de perros, la nueva cinta de Wes Anderson, uno no puede más que decir ¡guau!
Cuando uno presencia una película de Wes Anderson, se pregunta qué puede hacer el bucólico director para sorprendernos después. Y es que a diferencia de otros que como él han generado un estilo reconocible y característico (Burton, Tarantino, del Toro, Rodriguez) si algo le sobra al realizador es que más que repetir una forma estilística, lo que busca es contar una historia, sin importar si logra “apantallar” al público. Aunque en cada una de sus cintas hay elementos reconocibles (sus narraciones en off, anécdotas que de tan absurdas suenan reales, humor repetitivo, fotografía llena de simetrías y sobre todo, personajes que de tan herméticos son chistosos), cada trabajo logra sorprender, básicamente porque no se toma en serio ni a él mismo. Isla de perros (Isle of Dogs, 2018) es su obra maestra y pone en manifiesto que Disney-Pixar, no son ni de lejos los reyes del cine animado para niños.
La historia no es nada novedosa. Por el contrario, cuenta con todos los clisés del cine de animación para pequeños. En un futuro alternativo, en Japón, se han exiliado a los perros a una isla usada para tirar desperdicios, debido a que hay sobrepoblación, además que están contagiados de gripe canina y mal de quijada floja. Tras esto, un adolescente decide emprender un viaje a la isla para poder recuperar a su mascota.
La aventura está narrada desde la perspectiva de los perros, los cuales hablan en perfecto inglés, mientras los humanos hablan en japonés (excepto una estudiante de intercambio, norteamericana). Los canes actúan como siempre lo hacen los personajes de Anderson, con la misma frialdad y distancia que siempre presentan. Cabe mencionar que el elenco de voces es impresionante, incluyendo estrellas tanto norteamericanas como japonesas. La animación es impecable, totalmente en stop motion, aunque algunas escenas están realizadas de forma tradicional en 2D. Sorprende el inmenso caudal de referencias, que van desde la obra de Akira Kurosawa, hasta las películas de Hayao Miyazaki o los grandes rascacielos de Akira (1988) de Katsuhiro Otomo, incluso hay algunas cosas más vulgares, como el acabado visual al estilo de las cintas de Godzilla de los años 60. Pero más que las menciones a lo fílmico, destaca también las hechas a otras disciplinas, como la fotografía de Edward Burtynsky o Chris Jordan, quienes se encargan de retratar basura, las pinturas de Katsushika Hokusai, el teatro Kabuki, las peleas de sumo, etc.
Muchos críticos se han sentido molestos por lo que ellos dicen que es “apropiación cultural” de parte de Anderson, diciendo que la visión del Japón que hace responde más al clisé que a la realidad y que la forma en que lo retrata es muy folclórica. Irónicamente, muchos de ellos son los que aplaudieron a Coco (2017, Lee Unkrich), por ejemplo, Justin Chang o Angie Han, curiosamente, los dos de ascendencia china. Pero mientras la producción de Pixar es una cinta fácil e inspiracional, que funciona más como mero entretenimiento con mensaje ñoño (busca y realiza tus sueños, los que sólo quieren la fama son malos, tú dedícate al arte, la familia es lo más importante), la realización del creador de The Grand Budapest Hotel (2014) no es sólo una historia de amor hacia la patria nipona (como lo fue con todos sus defectos, Coco hacia México) sino que ahonda en temas más profundos y difíciles de entender a la primera. En ella se ve una crítica muy fuerte al corporativismo, al poder ciego, al odio hacia lo que es diferente, la intolerancia, el poder de las multinacionales o lo absurdo de la política y el radicalismo. Quizá no evidentemente, pero tal vez, la Isla de los Perros sea una metáfora al muro de Donald Trump.
Si bien es cierto que hay mucho de clisé asumido en la cinta (la ciudad se llama Megasaki, el adolescente que busca a su perro lleva por nombre Atari, el villano se llama Mayor Domo y los animalitos llevan en sus placas las nomenclaturas de Spot, Boss, Duke, etc., los equivalentes norteamericanos a “Manchitas”, “Firulais” o “Fido”; hay un hacker antisocial, una estudiante norteamericana de intercambio, el gobierno utiliza perros robots parecidos a los de las caricaturas de Tom & Jerry, los villanos odian a los canes y aman a los gatos, etc.), también es cierto que si algo le sobra es originalidad. Ese humor bobo propio del director y que había dado tan buenos resultados en sus obras para adultos, en sus trabajos “infantiles” parece que ha hallado su espacio adecuado. Fantastic Mr. Fox (2009) y Moonrise Kingdom (2012) se podría decir que eran ensayos para esta obra mayor, sin lugar a dudas la obra maestra del director.
En los tiempos en que la cartelera siempre está repleta de animaciones tontas para niños (incluyendo las de Disney-Pixar, Blue Sky Studios, Illumination Entertainment y Dreamworks) y espectáculos de superhéroes nihilistas, que buscan dar un mensaje fácil, al tiempo de vender peluches, juguetes, camisetas y combos en los cines, la propuesta de Anderson es más que una bocanada de aire fresco. Y por qué no, una cachetada trapera para todos nuestros queridos críticos que se la pasan alabando a quienes les obsequian porquerías para regalar a sus borregos (perdón, seguidores). Una cinta imperdible, que, como algunos colegas muy seriamente han propuesto, es quizá la primera obra maestra de lo que va de la década.
Para mi mujer Gisela, aunque ambos amamos a los gatos, es padre coincidir en que en esta ocasión, los perros nos robaron el corazón.
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