Una de las cosas más lamentables que han ocurrido en estos días de cuarentena, ha sido el que por casualidad o por culpa del COVID-19, muchos grandes nombres han sido agregados al muro de los que se nos adelantaron. Quizá una de las más lamentables pérdidas a nivel nacional ha sido la partida de Don Gabriel Retes, uno de los más aguerridos directores mexicanos. A su ausencia se anexan también las de Tomás Urtusástegui, Wilebaldo López y Félida Medina. La muerte de estos cuatro es dolorosa porque pertenecen a momentos históricos que quizá sean el zenit de la cultura mexicana.
Gabriel Retes, hijo del extraordinario maestro y director Ignacio Retes, comienza su carrera como actor a finales de los años 60. Socialista y rebelde, se vuelca a la realización independiente, la mayoría de las veces criticando al sistema. Sus primeros filmes, fotografiados en Súper 8, se vuelven verdaderos clásicos de combat cinema mexicano. Su primer largometraje, Los años duros (1973), filmada en este formato, le permite acceder al cine industrial, siempre conservando el control de sus obras. Autodidacta y rebelde, no conjuga con la forma en que se realiza el cine y decide darle mayor peso al actor sobre la técnica, de tal forma que si algo distingue a sus producciones es ese dejo de improvisación, de que fue filmada en forma cronológica y lo único que no pude reprochársele es el que aprovecha hasta el límite a sus histriones. Uno de sus mayores logros fue el que para poder conservar su independencia, empezó a realizar sus películas usando el modelo de cooperativas, por medio de la Cooperativa Río Mixcoac, misma que le permitió a otros cineastas, como Sergio Olhovich (El infierno de todos tan temido, 1979) o Jaime Casillas (Memoriales perdidos, 1985) realizar algunas obras que de otra manera no hubiera sido tan fácil financiar.
Varias son sus obras que por diversas causas son recordadas, como Chin Chin el Teporocho (1975), que significó su debut profesional y que le dio su primer éxito de cartelera y crítica; Bienvenido-Wellcome (1994), su carta de amor al cine y Nuevo mundo (1976), que por analizar y cuestionar el mito guadalupano, le valió la censura oficial, promovida desde el seno de la Iglesia Católica. Sin embargo, los dos trabajos que más reflejan sus obsesiones fílmicas son sin duda El bulto (1992) y Un dulce olor a muerte (1999). La primera es su realización más personal, llena de momentos emotivos y que ha influido mucho en la obra de otros autores. En ella se cuenta la historia de un hombre que después de haber sido golpeado durante el “halconazo” de 1971, pasa 20 años en coma y al despertar se debe enfrentar a un mundo totalmente diferente al que dejó, literalmente, en un abrir y cerrar de ojos. Lo peor de ella es quizá el rap del final, que pasará a la historia del cine como una de las decisiones más controvertidas que se haya tomado y que, curiosamente, pudo ser peor. La segunda es su única creación de encargo. En ella se puede ver un trabajo técnico superior a todas las demás de sus obras y se puede decir que es su único filme 100% comercial. En una entrevista con el autor, realizada por Óscar Uriel para Canal 11, éste confiesa que fue una pesadilla y que el productor decidió reeditar el filme sin consultarlo, lo cual es evidente, porque es muy disparejo. Sin embargo, se puede ver de fondo el trabajo de un realizador obsesivo e intuitivo como pocos, aunque también que no siempre funcionaba su forma de trabajo caótica e improvisada, que no tiene cabida en un medio tan planificado como el cinematográfico.
En teatro, otra de sus pasiones y en donde comenzó su carrera y al que regresó en los últimos años, su mayor aportación fue la adaptación que hizo de Trainspotting, de Irwin Welsh, misma que duró bastante en cartelera, él regresó a la escena profesional de Octubre terminó hace mucho tiempo, de Pilar Campesino, que desde su estreno ha tenido innumerables montajes amateurs y escolares.
Esta última obra es parte de lo que liga a Retes con los demás nombres que comenté al principio.
Félida Medina es, como Retes, una pionera en su área. Comenzó su carrera como escenógrafa a finales de los años 60 y curiosamente, muchos de sus trabajos los hizo de la mano de Don Ignacio Retes. Ella fue una de las primeras mujeres en entrar al campo de la escenografía teatral y con el paso del tiempo se volvió en una de las más importantes del medio. También maestra e iluminadora, Medina fue una incansable luchadora por los derechos de la gente de su medio y colaboró en grandes montajes de muchos pilares del arte dramático mexicano, como Julio Castillo, Felipe Santander y Wilebaldo López.
Este último, Wilebaldo, junto a Tomás Urtusástegui, fueron 2 de los dramaturgos que debutaron en los 70 de la mano del ya para entonces veterano Emilio Carballido, que les dio una de sus primeras oportunidades de ser publicados en su antología Teatro joven de México, libro que significó una especie de movimiento de autores que son quizá la última gran camada del teatro nacional. Son de la misma generación en la que aparecieron Sabina Berman, Víctor Hugo Rascón Banda, José Agustín, Pilar Campesinos, Dante del Castillo, Óscar Liera, Carlos Olmos, Tomás Espinoza, Teresa Valenzuela, Alejandro Licona, entre otros.
Michoacano de origen, Wilebaldo comenzó su carrera después de estudiar actuación en la ENAT del INBA, de la que sería director años después. Aunque se desempeñó como docente, director, actor y casi todos los oficios teatrales de forma profesional, su figura pasará a la historia como uno de los mejores dramaturgos de la historia del teatro mexicano. Obras como Los arrieros con sus burros por la hermosa capital, Vine, vi y mejor me fui y principalmente, Cosas de muchachos, son verdaderos clásicos que, como ocurrió con la producción de todos los que formaron la generación del “teatro joven”, retratan la sociedad mexicana de forma crítica y divertida.
Urtusástegui es de los creadores chilangos más chilangos que existieron. Aunque estudió medicina, después de estar en talleres de dramaturgia de Hugo Argüelles y Vicente Leñero, terminó seducido por el oficio teatral y ahí se quedó hasta el día de su partida. Prolífico como pocos, realizó desde novela hasta textos de técnica y crítica teatral, aunque sus obras más recordadas son Drácula gay, Cupo limitado, Sangre de mi sangre y Volver, que lo volvieron un autor de culto. Quizá sus mayores aportaciones fueron la breve pero inigualable Apenas son las 4 y La duda, que es uno de los melodramas más profundos escritos en los años 90.
Conocí a ambos hace algunos ayeres, a Wilebaldo gracias a una conocida mía y de mi maestro de actuación, el Dr. Luis Carrillo Azcárate. Fue en una reunión en casa de mi amiga cerca de Mixcoac. Recuerdo que nos invitó al estreno de La primera dama, obra con la que criticaba la figura de Martha Sahagún. Por su parte, a Tomás tuve la oportunidad de encontrarlo y saludarlo cada año, debido a su labor como parte del jurado de honor del Encuentro de los Amantes del Teatro, evento que cada año organiza el ITI UNESCO, del que fue miembro honorario por mucho tiempo. Generoso como pocos, siempre estaba presente en sus redes sociales contestando preguntas, compartiendo anécdotas y agradeciendo a las cientos o quizá miles de compañías independientes y amateurs que montaban todos sus trabajos, algunos, incluso, escritos especialmente para ellos de forma gratuita. Siempre estaba reportando su estado de salud en su perfil de Facebook y fue ahí en donde toda la comunidad teatral de México fue tomada por sorpresa cuando su hija publicó la noticia de su deceso.
La partida de todos estos grandes de las artes mexicanas deja un hueco imposible de llenar y una desolación inmensa, y más si se suma la partida de muchos otros en la escena mundial, como Lucía Bosé, Luis Sepúlveda, Luis Eduardo Aute, Max Von Sydow, Albert Uderzo, Marcos Mundstock, entre muchos que por desgracia se irán sumando, algunos por causas naturales, otros debido a la pandemia de coronavirus que nos aqueja actualmente. A esto, hay que agregar que debido al muy triste desprecio que parecen tener hacia las artes en el Gobierno y MORENA, algunos fideicomisos como el FONCA y el FOPROCINE están suspendidos o quizá desaparezcan por completo. La cultura hoy en día –que irónicamente ha encontrado a su prócer a Sergio Mayer, diputado exteibolero que se ha dedicado a defender lo que muchos juran que no sabe qué es– se encuentra teñida de negro y nos deja en el desconsuelo de saber que pasada las pandemia, nuestra existencia será diferente y sin muchas voces que hacían de este mundo un lugar por lo menos más bello.
Descansen en paz
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