La llegada del hombre a la luna es uno de esos momentos épicos que representan el ideario norteamericano, como la batalla de El Alamo, la incursión en la Segunda Guerra Mundial y la captura de Ozama Bin Laden, entre otros momentos históricos “gloriosos”, pero es sin duda el haber llegado al satélite natural de la tierra antes que los rusos, lo que para ellos significa su mayor logro. Quizá por eso existen tantos detractores, que incluso han utilizado el cine como herramienta para desmentirlo. Y curiosamente, hasta la llegada de El primer hombre en la luna (First Man, 2018, Damien Chazelle) no se había contado la historia, desde la perspectiva de sus protagonistas.
Existen muchos filmes que de una u otra manera habían tocado el tema, como Operation Avalanche (2016, Matt Johnson), The Dish (2000, Rob Sitch), Hidden Figures (2017, Theodore Melfi), A Funny Thing Happened on the Way to the Moon (2001, Bart Sibrel), Astronauts Gone Wild: An Investigation Into the Authenticity of the Moon Landings (2004, Bart Sibrel), What Happened on the Moon? – An Investigation Into Apollo (2000, David S. Percy), Fly Me to the Moon (2008, Ben Stassen), entre otras, que han narrado tanto la experiencia vista desde los ojos de los espectadores, como también teorías conspiratorias que desmienten el alunizaje, de las cuales, quizá la más curiosa es Opération Lune (2002, William Karel), un falso documental francés que de forma muy seria plantea la posibilidad de que el evento haya sido creado en un estudio de cine, bajo la dirección, en secreto, de Stanley Kubrick. En el caso de la 3ª obra de Damien Chazelle, se cuenta el evento desde los ojos de Neil Armstrong, el primer astronauta que pisó la luna. Se retrata cómo la obsesión de este hombre lo lleva a casi perder la vida y a su familia.
La película es muy interesante aunque por momentos es demasiado caótica, buscando que la fotografía del talentoso Linus Sandgren se transforme en una extensión de la vista de sus personajes, como si estuviéramos viendo desde sus ojos. De esta manera, en lugar de ver las espectaculares tomas que se esperarían en este tipo de filmes, vemos muchas ventanas que muestran fragmentos de lo que hay en el exterior y en otros momentos sólo escuchamos ruidos. Las actuaciones son muy sobrias, al grado que la representación que hace Ryan Gosling de Armstrong es tan fría que parece que es un ser despiadado o de plano autista. Claire Foy, como la esposa del astronauta, hace una interpretación muy estudiada y emotiva, pero por desgracia, no alcanza a tener suficiente química con Gosling. El ritmo es lento, tanto que puede ser muy aburrido para algunos espectadores. Sin embargo, Chazelle, logra regresarnos al interés antes de caer en la catatonia.
Muchos piensan que por ser la primer obra de encargo del realizador, no es un trabajo personal, sustentado esto en el hecho que sus filmes anteriores contaban historias de músicos. Whiplash (2014) narraba la relación entre un joven aprendiz de batería y su despiadado maestro; mientras La La Land (2016) lo hacía con una pareja integrada por un músico de jazz y una actriz, los dos en busca de lograr el éxito en Hollywood. Sin embargo, esto es la forma fácil de analizar una obra tan compleja como El primer hombre en la luna. Para empezar, aunque está basada en la novela First Man: The Life of Neil A. Armstrong, escrita por James R. Hansen, que por cierto, iba a dirigir Clint Easwood, tiene demasiado en común con la obra anterior del autor, básicamente porque Chazelle no busca contar la vida de los músicos, sino que los usa como metáfora de la obsesión del ser humano por trascender y superarse a sí mismo. En el caso de Neal Armstrong, es un hombre atormentado por la pérdida de su hija pequeña, que busca insistentemente el poder volar, quizá para escapar de su pasado, quizá para alcanzar la muerte. A pesar de que no expresa públicamente este dolor, ni siquiera con su familia, está presente todo el tiempo, encarnado en una pequeña pulsera que pertenecía a su niña. Al igual que los personajes de Wishplash y La La Land, su búsqueda por lo que los obceca, los llevará a hacer cosas poco dignas, sea esto someterse a un tirano instructor, aceptar el tocar en una banda comercial o recibir todos los golpes y accidentes necesarios para poder llegar a la luna. En una escena, después de un tremendo golpe, le dicen al personaje que debería declinar porque ha fallado varias veces y contesta que “es necesario fracasar en la tierra para evitar hacerlo en el espacio”. Prácticamente toda la acción de la cinta se desarrolla en espacios cerrados, sean estos las pequeñas cápsulas de entrenamiento, los cuartos de cuarentena, la casa de la familia, la diminuta nave espacial o incluso, el traje de astronauta, como una metáfora del aislamiento en el que se encuentra el protagonista.
La música tiene un papel fundamental, aunque no como en las cintas anteriores del autor, en este caso, como mero acompañamiento. Aunque es inevitable no darse cuenta de que el viaje al espacio tiene cierto ritmo marcado por las composiciones usadas, sin duda por la habilidad que tiene el director para amalgamar el sonido y la imagen como un todo, como partes de una especie de sinfonía visual.
Dentro de un tipo de cine que se ha utilizado como propaganda patriótica – El caso de Apolo 13 (1995, Ron Howard), por ejemplo – el mayor logro del filme es el alejarse totalmente de esto, al grado que nunca se ve al astronauta colocar la bandera norteamericana. A pesar de las palabras ya clásicas dichas por él, en realidad el viaje a la luna y ser el primero en llegar, es un logro personal. Y en este sentido, el realizador también logra sorprender con un trabajo que, dejando de lado lo lento que puede llegar a ser, le permite ir más lejos del melodrama espacial y lo vuelve una opus personal. Un filme de esos que hay que ver a chaleco, que seguro estará en todas las premiaciones de cine que se avecinan y que deja conocer más de uno de los cineastas jóvenes más interesantes de Hollywood.
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