Desastre en París (Dans la brume, 2018, Daniel Roby) no es ni por lejos una gran película, es más, ni siquiera creo que recuerde que la vi en unas semanas. Sin embargo, es superior a muchos blockbusters norteamericanos recientes, como la última de los superhéroes esos que no puedo nombrar por miedo a que me crucifiquen mañana.
Su trama es muy disparatada y no se define entre la ciencia ficción, el melodrama familiar y el cine de desastres. Cuenta la historia de una familia cuya hija tiene una rara enfermedad y tiene que vivir en una cápsula. Mientras discuten si se van a vivir a Canadá, en donde podría haber una cura para la niña, un repentino terremoto llena la ciudad de una extraña niebla que mata a gran parte de la población al respirarla y hace que los padres deban aislarse en el departamento más alto del edificio en que viven, mientras la chica debe permanecer en su cápsula. La cinta se centra más en los intentos de los padres de mantener con vida a su chamaca, más que en los efectos que pudo tener la bruma del título original en los habitantes de París.
Algo que llama mucho la atención de la producción es la impresionante capacidad técnica que tiene la cinematografía francesa. No sólo destaca la fotografía y los efectos digitales, muy bien realizados, sino la habilidad del director para lograr tomas que provocan que no baje nunca la tensión en el espectador, a pesar de que a veces se trata de cosas fuera de la lógica que maneja el guión, por cierto, lleno de parches. Un ejemplo sería la persecución que tiene la pareja protagonista por parte de un perro enojado en medio de la neblina. Por un lado, siguiendo lo establecido, todos los seres vivos sucumben al respirarla, pero, uno que otro can, aparentemente, no sufren daño alguno, sin embargo, la escena es resuelta con un plano de secuencia impresionante, que termina de forma abrupta y muy original. El final, sin embargo, se siente forzado, quizá porque sus realizadores no querían que terminara como las producciones hollywoodenses. El desenlace es más cercano a las historias contadas en la ciencia ficción europea, como del comic Métal Hurlant o la serie inglesa Black Mirror, aunque choca con el tono un poco almibarado que tiene la cinta.
Francia tiene una de las cinematografías más sanas del mundo, y eso se puede ver incluso en obras menores como esta o la mediocre Hombres al agua (Le grand bain, 2018, Gilles Lellouche), que incluso en sus peores momentos llegan a ser más inspiradas que muchos productos hechos en Hollywood y con presupuestos miles de veces más altos. Si se le busca un mensaje a la obra, sería que la familia es lo más importante que existe y que el amor sobrevivirá a las peores catástrofes, algo que suena tan ridículo como yo me sentí al escribirlo y que sin embargo, es lo que más han resaltado otros colegas. Tristemente, es una de esas películas que se perderán en la niebla de la memoria.
En resumen, una película mediana, de esas que se pueden ver si no se tiene nada qué hacer o si es lunes y se tiene tarjeta de Cinemex o Cinépolis, porque te dan 2 boletos, 2 refrescos y unas palomitas grandes por $150.00. O bien, si ya se está hasta la madre de escuchar estupideces sobre de la panza de Thor o de la foto en la que no aparece Black Widow.
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