Sin duda, Vincent Van Gogh (1853-1890), fue uno de los genios más grandes del siglo XIX, uno de los mejores pintores de su generación y, tal vez (junto con Cézanne, Gauguin y Toulouse Lautrec), uno de los cuatro mejores pintores del postimpresionismo. O, quizás, fue el mejor de todos ellos. Pero todo eso le significó bien poco. Su vida y su obra transcurrieron en medio de la soledad, la pobreza y la indiferencia. A pesar de todo, Van Gogh se empeñó, infatigablemente, en transformar el arte de su época. Van Gogh no sólo hizo una ruptura en cuanto a la forma de pintar y a los colores, sino a los temas que pintaba y a los motivos interiores que tenía para hacerlo.
«Prefiero pintar los ojos de los hombres que las catedrales, porque en los ojos hay algo que no hay en las catedrales, aunque sean majestuosas e imponentes: el alma de un hombre, aunque sea un pobre vagabundo o una muchacha de la calle, me parecen más interesantes», escribió.
Van Gogh encarna al genio fracasado que vive al límite, desafía al status quo, muere pobre, joven y olvidado, y al buen salvaje que huye de las grandes ciudades y de sus perversiones, para vivir entre la naturaleza y las gentes sencillas del campo.
Su breve existencia (se suicidó antes de cumplir 37 años) fue, en palabras del escritor y artista plástico Fayad Jamís, «una verdadera odisea interior, una de la grandes aventuras artísticas y humanas de los tiempos modernos». A partir de 1947 y de la exposición retrospectiva de la prolífica obra de Van Gogh en el museo de l’Orangerie, de París, sus cuadros han atraído a multitudes de espectadores y críticos de arte de todo el mundo y han alcanzado precios exorbitantes.
La vida y la obra de Van Gogh me apasionan. Mi primer acercamiento con el pintor no fue a través de la pintura, sino de la literatura, gracias al ensayo de Antonin Artaud (1896-1948), Van Gogh, el suicidado por la sociedad, y al libro epistolar, Cartas a Théo: una recopilación de veinte años de correspondencia entre Van Gogh y su hermano. De lo que se desprende en estas cartas, que deben leerse como literatura, se puede deducir que, de no haber sido el gran pintor que fue, Van Gogh podría haberse convertido en un magnífico escritor, capaz de plasmar en sus escritos toda la intensidad de su vida interior.
Desde que vine a vivir en la ciudad de Mons (hace ya casi 6 años) veo a Van Gogh en todas partes. Hace unos meses, desde que la ciudad fuera elegida Capital Europea de la Cultura 2015, el museo Beaux-Arts Mons exhibió algunas de sus obras. Y no muy lejos de aquí se pueden visitar dos de las casas donde vivió Van Gogh, entre 1878 y 1880.
Antes de llegar a esta región, Van Gogh había estudiado en una escuela evangelista, en Laeken (un barrio al noroeste de Bruselas) y había logrado, a pesar de la dificultad que tenía para hablar en público, convencer a sus superiores de que lo enviasen como misionero a la región del Borinage. En diciembre de 1878 llegó a vivir a una casita, La Maison Denis, en Colfontaine. A Van Gogh, que siendo muy joven había trabajado como mercader de arte, le asombró el hecho de que en el Borinage no hubieran cuadros, y de que casi nadie supiera lo que era un cuadro. No obstante, a pesar de que no gozara del arte, la región le parecía muy «característica y pintoresca». El paisaje invernal le recordaba a las pinturas de Brueghel y algunos caminos «profundos, cubiertos de zarzas y de viejos árboles torcidos con raíces fantásticas» lo hacían pensar en una pintura de Alberto Durero. Por otra parte, le gustaba observar a los mineros, cuando salían de la oscuridad de las minas y regresaban a sus casas «todos negros, con aspecto de deshollinadores». Lo cierto es que esta región, mezcla de pobreza y bellos paisajes, lo perturbaban y lo maravillaban.
Van Gogh empezó a predicar a los mineros, a los campesinos y a sus familias. En una ocasión entró en una peligrosa mina, en cuyo fondo encontró hombres afiebrados, demacrados y fatigados, con aspecto de viejos. Al salir, pensó en los admirables cuadros que un pintor podría haber hecho de esas pobres gentes.
Van Gogh, a sus veintitrés años, ya veía arte en todas partes.
«El arte es el hombre agregado a la naturaleza», escribió.
Era un predicador fervoroso; imitador de Cristo. Regaló casi todas sus pertenencias y se volvió más pobre que los pobres. Apenas comía y estaba flaco y demacrado. Le pusieron como apodo: “El Cristo de las minas de carbón”.
«La adversidad para los hombres es lo que la muda de plumas a los pájaros», escribió.
Es, sin duda, en el Borinage, donde cobró conciencia de la profundidad de los sentimientos sociales que había en su interior. Y fue también aquí donde trazó sus primeros bocetos. Pero en julio de 1879 le sobrevino el fracaso, cuando sus superiores no quisieron que continuara con su labor evangélica. Van Gogh era un predicador entregado, vehemente, pero su comportamiento excéntrico y su temperamento explosivo asustaban a las personas de la región. Pensaba que entre los predicadores, como entre los artistas, había una vieja escuela académica, a menudo execrable, tiránica, de hombres llenos de prejuicios y convencionalismos, que tratan de mantener a sus protegidos y de excluir a los hombres sencillos.
Hundido en una fuerte depresión, perdió contacto con su familia y, durante un año (período del que no se saben muchas cosas acerca de su vida) vagabundeó, hasta regresar, luego de haber hecho, con toda seguridad, una profunda catarsis.
Se sabe que a continuación vivió un tiempo con un minero evangelista, antes de trasladarse a la casa de Cuesmes, la Maison Van Gogh, cerca de Mons. La visité apenas llegué a Bélgica. La han convertido en un pequeño museo. Y aunque no hay gran cosa que ver y la habitación donde dormía Van Gogh desapareció en un incendio, hoy, para quién esté dispuesto a escuchar, todavía hablan las paredes, los bosques y algunos objetos que han sobrevivido al tiempo. Yo me puse a caminar en los bosques que rodean a la casita, seguro de que caminaba sobre la misma tierra que caminó él, entre los mismos árboles y bajo el mismo cielo. Eso me hizo sentir más cerca que nunca del artista. En ese lugar Van Gogh empezó a realizar más dibujos y a estudiar primitivos manuales de pintura y de anatomía. Apoyado por su hermano Théo (un modesto merchante de arte) comenzó en Cuesmes su carrera de artista. Théo le enviaba copias de obras de grandes pintores, sobre todo de Jean-François Millet. Van Gogh las reproducía. Leía a Shakespeare y a Victor Hugo. En esta época, con muy poco dinero, hizo un viaje al Paso de Calais, en Francia, buscando un trabajo cualquiera, pero de último momento, se desvió hacia Courrières, donde empezó a buscar talleres de artistas, pero no encontró ninguno. Escribió que el cielo francés le parecía más fino y más limpio que el brumoso cielo de Bélgica. Desde que Van Gogh estuvo por aquí eso ha cambiado muy poco; el cielo, en Bélgica, sobre todo en invierno, es algo que no pasa desapercibido para nadie. Anduvo caminando por la región, observándolo todo: los campos, los carboneros y los tejedores. En esta época se empezaron a vislumbrar con más fuerza algunos rasgos de la enfermedad mental que padecía. Durante mucho tiempo se habló de que padecía esquizofrenia y ahora hay más especialistas que creen que padecía de psicosis maniaco-depresiva. Después de haber leído varias veces Cartas a Théo pensé lo mismo.
«En vez de dejarme llevar por la desesperación he tomado el partido de la melancolía», escribió, en julio de 1880.
Van Gogh abandonó el Borinage en el otoño de 1880. Pero en toda su obra posterior se ven reflejados los dos años que pasó en esta región, donde no sólo nació como artista, sino encontró paisajes, situaciones y gentes que pintaría tiempo después y que constituirían una parte importante de su producción artística.
Van Gogh no habría sido el artista que fue sin los años de Bélgica, los años del Borinage.
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