Trastorno: Breve testimonio del trastorno bipolar

Para Mauricio y Gonzalo, por su gran apoyo, durante tanto tiempo.

21 de mayo, 2015

Para Mauricio y Gonzalo,
por su gran apoyo, durante tanto tiempo

En mayo de 2008 me traté de suicidar (los próximos días se cumplirán siete años de aquel suceso). Desde hacía mucho tiempo había soportado el dolor de una enfermedad que había tenido efectos devastadores en mi vida y en la de mi familia cercana.

Después de mucho tiempo de desesperación, mi madre y yo consultamos a un médico tras otro, sin encontrar un tratamiento eficaz. Cada doctor, en lugar de retirar los medicamentos anteriores, agregaba nuevos fármacos, llegando así a acumular nueve pastillas diarias, que debía de tomar varias veces al día. Las drogas me tenían en un estado de artificio, de enajenación.

Ya había intentado suicidarme antes, pero sentía miedo. Aunque la muerte no era el problema, el hecho de morir, sí. En el fondo, nunca quise matarme, sólo quería dejar de sufrir.

Ese último intento de suicidio no fue una decisión consciente. El día que me traté de matar estaba fuera de mí. Había pasado mucho tiempo aplastado en un sillón o recostado en la cama, sin poder moverme, y, al día siguiente, luego de despertar, me sentía pletórico. Un día, invadido por una fuerza torrencial, destruí la habitación que me había prestado mi madre. Hice todo añicos.

En el fondo creí que nunca iba a encontrar el equilibrio, ni volvería a ser feliz. Mi angustia se había tornado insoportable. Estaba en Tuxpan y sudaba a chorros. No sé por qué motivo, pero ese calor sofocante me provocaba un terrible desasosiego. Por las tardes me sentaba en la terraza para mirar a los tordos que se posaban en los almendros y el hermoso ruido que provocaban me alteraba. Una tarde, fui en un taxi hasta la veterinaria y compré un bote de garrapaticida. No sé cuántos tragos le di. Sólo sé que unos instantes después, me derrumbé. En los días que siguieron, tuvieron que provocarme un coma artificial, fui conectado a un respirador, padecí fiebres muy altas y fui desahuciado. Pero como tardaba en morir, mi madre decidió trasladarme a un hospital de la ciudad de México, para ver si allá podían hacer algo más. Después de una reunión médica, un sacerdote acudió a terapia intensiva, donde yo estaba, para aplicarme los santos óleos. Al desconectarme del aparato que me mantenía con vida, sin que exista una explicación médica lógica, empecé a respirar. Cuando desperté, no tenía una idea muy clara de lo que me había ocurrido.

Hasta entonces, mi vida había sido un intento desesperado por conciliar el desasosiego con la pasión que sentía por la vida.

A los catorce años me trasladé con mi familia de la ciudad de México al puerto de Tuxpan, donde pasé cuatro años. Fue entonces cuando comencé a advertir una variación desmesurada de mis estados de ánimo. Con toda seguridad, se había agravado la ciclotimia (una forma leve del trastorno bipolar) que padecía desde la infancia.

Muchos años después, durante mi maestría, las oscilaciones empezaron a hacerse cada vez más importantes. Sin embargo, mi vida profesional fue en ascenso; era yo un buen asesor de inversiones en bolsa. Tiempo después, empecé a perder el juicio y a comportarme de forma errática.

Buscaba libros de manera obsesiva y angustiante. Regalaba dinero a los indigentes, fuera de las iglesias, arrebatado por la compasión. Escalaba montañas y volcanes, lleno de adrenalina, hasta que casi perdí la vida. Ganaba buen dinero y lo gastaba en abundancia; viajaba por el mundo; y hacía arriesgadas operaciones financieras. Eufórico, decidí proponerle matrimonio a mi novia; le compré un anillo de un precio exorbitante; pedí dinero prestado y compré un departamento; y luego, cancelé la boda; vendí el departamento; invertí el dinero en la bolsa y lo perdí.

Terminé por derrumbarme.

Me tomó muy poco tiempo destruir a la persona que había construido a lo largo de toda mi vida. Tenía treinta y tres años.

Mi jefe y uno de sus socios, con los que yo había trabajado en una casa de bolsa, y con los que ahora trabajaba, me dieron todo su apoyo. Gracias a ellos fui a ver al primer psiquiatra que me realizó un meticuloso diagnóstico. «Usted cicla», me dijo el médico, «usted padece de trastorno bipolar». Esa fue la primera vez que escuché el término “bipolar”, que poco tiempo después se puso de moda, desvirtuando el verdadero significado de la enfermedad. Cuando supo el diagnóstico, mi jefe, aficionado a la fiesta brava, me habló de David Silveti, un torero bipolar al que admiraba y que se había terminado por suicidar de un disparo en la cabeza. A partir de entonces, mientras muchas personas de mi familia y muchos de mis amigos salían de mi vida, ellos decidieron apoyarme, y lo siguen haciendo, hasta ahora.  

El diagnóstico me provocó una gran contradicción. Por una parte, ahora el sufrimiento y el comportamiento errático tenían un nombre y una explicación científica. Por otra parte, a partir de ahora cargaría el estigma que conlleva ser un enfermo mental. Después de hacer conciencia de lo que me sucedía y de las limitaciones que de debería enfrentar, tomé la difícil decisión de renunciar a un trabajo que había hecho durante los últimos nueve años, con muchos esfuerzos, y a una propuesta que se me acababa de presentar, para trabajar en un importante banco, en Miami.

En consecuencia, también abandoné los estudios de doctorado en letras modernas que por aquél entonces cursaba.

Siguiendo los pasos de Antonin Artaud viajé a la Sierra Tarahumara y, luego de pasar algunos días entre los rarámuris, regresé decidido a irme a otra parte, donde nadie me conociera, para empezar de nuevo. Algunos meses más tarde, vendí todas las pertenencias que había acumulado durante muchos años y me fui a vivir a Madrid. Pero en Madrid, a pesar del apoyo que recibí de un amigo, no era capaz de relacionarme con los demás, y pasaba mucho tiempo solo, deambulando por la ciudad, frecuentando un círculo de ayuda para bipolares, entrando y saliendo de las librerías y de los cafés del centro y de Lavapiés. Ni siquiera fui capaz de hacer la fila para registrarme en las oficinas de migración.

Cuatro meses después, en medio de una gran depresión, regresé a México.

Al día siguiente de mi regreso, invadido por un fuerte sentimiento de fracaso e inutilidad, abrí las llaves del gas de la cocina y, ese mismo día, fui internado en un hospital psiquiátrico. En ese lúgubre sitio, con más parecido a una cárcel que a un hospital, pasé veinte de los peores días de mi vida. No obstante, de alguna manera, el internamiento funcionó.

Salí bastante equilibrado.

Tras aquella experiencia, mi madre buscó la ayuda de un psiquiatra que tenía su consultorio en Coyoacán. Fue el primero en agregar litio al resto de los medicamentos que tomaba. Al principio las manos me temblaban y tenía una muy mal sabor en la boca. Luego me acostumbré al medicamento. Desconozco si el psiquiatra pensaba retirar poco a poco los demás fármacos porque, al cabo de un tiempo, dejé de verlo y me quedé viviendo en una bohemia casa de huéspedes, donde traté de montar una obra de teatro. Además de trabajar en la obra, todas las tardes iba a la Cineteca Nacional o frecuentaba los teatros marginales del barrio. Empecé a volver a sentir un entusiasmo excesivo y me volví expansivo y locuaz. Sentía que era capaz de escribir una obra de dramaturgia genial y que todas las puertas del teatro se me abrirían. Fue entonces cuando fui a ver a un nuevo psiquiatra, un supernumerario de la orden religiosa de los Carmelitas Descalzos. Él empezó a disminuir las dosis de fármacos en mis recetas, con la idea de dejarme al final sólo con el litio. También retiró un ansiolítico del que abusaba con mucha frecuencia. Pasé una temporada muy mala viviendo en un departamento desamueblado que tenía mi madre sobre la Avenida Patriotismo. Dormía sobre un colchón y pasaba el día encerrado, sin ver a nadie. Sólo de vez en cuándo iba en autobús a las librerías de La Condesa, leía durante algunas horas y luego regresaba. Mi mamá me pidió que me fuera a Tuxpan, donde ella pudiera cuidarme, y así lo hice.

En Tuxpan sentía que no tenía ninguna perspectiva de futuro. Además, los medicamentos me provocaban violentas oscilaciones de mis estados de ánimo.

Fue entonces, en medio de ese calor asfixiante, que traté de matarme.

Al cabo de los meses no sabía lo que me había ocurrido; fue mi madre, mucho tiempo después, la que me dijo que me había tratado de suicidar. Los recuerdos fueron llegando lentamente y de manera aislada. Como flashes o fotografías. Nunca agradecí a las personas que me ayudaron durante la hospitalización o que estuvieron cerca de mi madre. No supe cómo hacerlo y me sentía avergonzado. Le di vuelta a la página. ¿Qué otra cosa podía hacer? Nadie se atrevió a hablar conmigo del tema, aunque creo que me hizo falta.

Al salir del hospital, mientras me recuperaba, recibí una propuesta de la Embajada de Francia en México para publicar, en francés, uno de mis textos, por lo que busqué a una traductora que vivía en Bélgica y a la que había conocido en mi adolescencia. Así fue como ella y yo nos hicimos amigos. El estigma no parecía pesarle y no tenía ningún problema con lo que había vivido.  

Ya bastante recuperado, me fui a Guadalajara para abrir un café en sociedad con mi hermano. Desde que salí del hospital no había tomado más medicamentos y me sentía muy bien. Siete meses más tarde abrimos el café y yo empecé a sentir, de nueva cuenta, que mis pensamientos se aceleraban. Dormía poco, estaba lleno de proyectos, ideas y creatividad. Le llamaba por teléfono a mi amiga de Bélgica y me empecé a enamorar de ella. Mi hermano me llevó a ver a otro psiquiatra que me dio litio y Seroquel (un potente antipsicótico). Esta combinación funcionó muy bien y volví a sentirme estable, otra vez.

Por aquel entonces la mujer que vivía en Bélgica se había separado de su marido, de manera que yo le propuse trasladarme a Bélgica, con el propósito de que intentáramos comenzar una relación. La idea era descabellada, pero decidí llevarla a cabo. Eso implicaba dejar el café para el que tanto habíamos trabajado mi hermano y yo. Cuando se lo comuniqué a mi madre, ella se lo dijo a otros miembros de la familia, pero  algunos pensaron que se trataba de otro episodio de manía más. Cuando tienes una enfermedad como ésta, casi nadie vuelve a creer en ti. Pero mi madre decidió apoyarme. Ella y yo sabíamos que teníamos que hacer cualquier cosa por buscar mi felicidad. Nunca hablamos de la posibilidad de volver a fracasar. Mi madre, que hablaba muy bien el francés, empezó a darme clases por las tardes.

Me trasladé a Bélgica, a la ciudad de Mons.

Veinte días después encontré trabajo en como profesor en una universidad. Fui a vivir con mi nueva mujer y con sus hijos. Junto con ella tuve un año muy bueno, en el que viajamos por Bélgica, Holanda, Francia y Alemania. No recuerdo haber ciclado mucho durante todo ese tiempo. El verano siguiente murió mi madre; su muerte provocó un enorme vacío. La enfermedad nos había unido mucho. Fue la única persona que estuvo conmigo en todos y cada uno de los momentos difíciles. Un año después, María Teresa y yo tuvimos un hijo. Ahora hace casi seis años que vivo en este país. Continúo trabajando en la misma universidad. Desde la muerte de mi madre volví a ciclar, por lo que mi vida y la de mi familia está llena de claroscuros, pero he conseguido  mantener una relativa estabilidad que me permite, hasta cierto punto, hacer una vida normal. Las oscilaciones ahora son más suaves que antes.  A pesar de todo, hay días en los que me cuesta mucho trabajo hacer hasta las cosas más simples. Y días en los que no puedo socializar. Otras veces estoy eufórico y, otras, irritable. Nuestra vida es una lucha contra mis estados de ánimo. Pero al menos ahora soy funcional. El camino ha sido largo y espinoso. Sigo el tratamiento, descanso y trabajo. Tengo el apoyo de mi mujer y de nuestros hijos; de mi suegro, mis hermanos y de algunos amigos. Pero es a través de la literatura como mayormente he intentado poner fuera el dolor, lejos, donde no lastime, o donde lastime menos. Algunas veces tengo la sensación de haber dormido durante mucho tiempo y de haber despertado cuando el mundo había cambiado. Es como si me hubiera perdido muchos años de mi vida en los que yo estaba, sin estar.  

El trastorno afectivo bipolar es un trastorno que se origina en el cerebro. Está considerado por la Organización Mundial de la Salud como una enfermedad grave que se extiende a lo largo de toda la vida y que constituye la sexta causa de discapacidad, afectando el bienestar y la calidad de vida de los enfermos y de quienes los rodean. Se caracteriza por pronunciadas oscilaciones en los estados del ánimo, que se manifiestan como episodios de hipomanía o manía, alternados con fases depresivas. Se estima que el 2% de la población mundial padece este trastorno. No existen muchas ayudas gubernamentales para ayudar a los pacientes. En la sociedad existe mucha confusión con respecto al trastorno bipolar, ya que la enfermedad mental está muy estigmatizada y que este término suele utilizarse despectivamente. A diferencia de otras enfermedades mentales, la persona con trastorno bipolar no presenta problemas en la mente. El problema es físico y está localizado en la parte del cerebro que se encarga de regular los estados del ánimo. El desasosiego provocado hace que la tasa de suicidios en este trastorno sea muy elevada.

El escritor estadounidense William Styron escribió en la novela autobiográfica, Esa visible oscuridad, los nombres de algunos artistas caídos (que se suicidaron) por la depresión y el trastorno bipolar: Vincent Van Gogh, Virginia Woolf, Cesare Pavese, Sylvia Plath, Mark Rothko, Jack London, Ernest Hemingway, Paul Celan, Anne Sexton, Segei Esenin, Vladimir Mayakosky… A los que yo agregaría otros más recientes, como el del escritor David Foster Wallace, el del músico Kurt Cobain y el del actor Robin Williams. Pero también el de los millones de rostros anónimos que luchan cada día para vivir con el trastorno bipolar.

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