Desde hace algunos años me obsesiona y me aterra la idea de morir. Esa pavorosa idea que consiste en desaparecer. Pensar que cada hora, cada minuto, cada segundo que pasa, se acerca más el final de la vida. Estoy tan acostumbrado a todo esto y, por momentos, lo disfruto tanto, que me niego a dejarlo. Me he preguntado, cientos de veces, cuál es el sentido de la muerte. Heidegger decía que el hombre (el Dasein: ser ahí) es un ser para la muerte. De las miles de posibilidades que proyectamos hacia el futuro, la única certeza que tenemos es la de morir. En general, como suele ocurrir a la mayoría, pienso que son los otros los que mueren. No yo. O, tal vez, también yo; pero, para eso, falta mucho. Tengo todavía tantos planes y metas que completar. Freud dixit: «En el fondo nadie cree en su propia muerte o lo que viene a ser lo mismo, en el inconsciente, cada uno de nosotros está convencido de su propia inmortalidad». Lo cierto es que nadie sabe por qué y en qué momento se ha de producir su muerte. Sobreviene la angustia. Además, la muerte es lo más solitario que hay. Nadie puede morir por nosotros. Hemos de morir solos. Las religiones dicen que Dios decide nuestro tiempo, el instante preciso en el que hemos de morir. Ingmar Bergman sugirió que, tal vez, el ser humano y la muerte se disputan la vida en un tablero de ajedrez. Volviendo a Heidegger, él pensaba que no se puede hacer filosofía sin dejar a un lado la teología. Dios (afirmaba) es un invento de los hombres para explicar todo lo que no tiene explicación.
Heidegger también escribió que una existencia auténtica es aquélla en la que el ser es consciente de su finitud, en lugar de negar la muerte, saturándose de las trivialidades del mundo.
A los siete años, tras la muerte de mi abuelo, supe que a nuestros muertos los perdemos para siempre. Doce años después, murió mi primo. De frustración, me di de golpes en la cabeza contra una pared. Mi cuñado murió tras una larga enfermedad; yo lo vi morir. Más tarde murió el que fuera mi padrastro, del que no me pude despedir. Al final, murió mi madre. Y con ella, una gran parte de mí. Tras la muerte hay algo de lo que no nos curamos, y pasarán los años y no nos curaremos nunca. A pesar del sufrimiento, terminaremos por vivir con el vacío, con el silencio de nuestros muertos y con nuestra propia aflicción. Sólo después de algún tiempo, nuestra vida vuelve a ser soportable. Sólo nos queda pensar en la parte de ellos que quedó en nosotros. En la forma como fuimos tocados por ellos y en el privilegio de haber formado parte de sus vidas. Nos quedamos con eso. Tratamos de alegrarnos y, por momentos, lo conseguimos.
Cuando quiero escribir, aprovecho los trayectos para pensar. Llevo una libreta conmigo y tomo algunas notas. Algunas veces tengo la impresión de no ser yo el que piensa. De que algo piensa dentro de mí. Mientras camino, mientras espero y cuando subo al autobús, trato de ordenar mis ideas, de saber qué quiero decir. Algunas veces, me llega una idea; otras, no me llega ninguna. Esta mañana, al entrar en la universidad, encontré a un estudiante de Tanger. «¿Cómo lo trata la lluvia?», me preguntó. «En este país no para de llover. ¿Qué tú no extrañas el sol de tu país?», lo espeté. «Sí, pero estoy aquí. Y esto es lo que hay», dijo, sonriendo bajo de la lluvia.
No comprendo el sentido de la muerte. Mucho menos, de aquellos que mueren jóvenes o de los que mueren de manera injusta o violenta. Pero hay algo que sí alcanzo a vislumbrar: «Al palpar la cercanía de la muerte, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales», escribió Miguel Delibes. La muerte, a pesar de su dureza, nos hace ir hacia delante. Somos, como dijo Heidegger, seres para la muerte. No obstante, también somos seres para la vida. Quizá, el sentido de la muerte sea, precisamente, darle sentido a la vida.
Tal vez, después de todo, como dijo Woody Allen, «no es que tenga miedo de morir, lo que no quiero es estar allí cuando ocurra».
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