Desde hace algún tiempo mi mujer y yo coleccionamos extraños. No es que vayamos por ahí persiguiendo vidas ajenas, sino que esas vidas llegan a nosotros de manera inesperada. Puede ocurrir en la calle, en un café o un restaurante, en una estación de trenes o de autobuses. Alguien tan sólo llega, nos cuenta su vida y, de la misma manera que llegó, desaparece. En estos tiempos, donde los desencuentros son más frecuentes que los encuentros, hablar con desconocidos parece una locura. Y sin embargo, cada desconocido trae a nuestra vida una verdad. De lo que se trata, leí en alguna parte, es de alejarse de uno lo suficiente como para volverse la voz ilegible de un extraño.
Ésta es la historia de uno de esos encuentros, con la diferencia de que, en esa ocasión, fui yo al encuentro de un desconocido y lo hice por una razón: este hombre tenía un asombroso parecido a uno de mis poetas preferidos: Walt Whitman (1819-1892), el poeta de la democracia de los Estados Unidos, el poeta que cantaba al hombre universal y a la naturaleza, el mismo que decía que el trabajo de una hormiga tiene el mismo valor que el trabajo que hacen las estrellas.
Así, estamos en el mes de mayo de 2009, poco tiempo después de que yo llegase a vivir a Bélgica.
Estoy en la Plaza Mayor de Mons, sentado la terraza del Café Saint Germain y, al otro lado de la plaza, llega un hombre montado en una bicicleta, repleta de maletas, mantas enrolladas y un saco de dormir; se baja y se sienta al pie de las escaleras del edificio del ayuntamiento y se pone a mirar con parsimonia todo lo que le rodea.
Luego de observar al desconocido durante algunos minutos me digo que tengo que ir a hablar con él. Me pongo de pie y encamino mis pasos hacia donde él está. Conforme más me acerco, más tengo la impresión de ir a un encuentro con el mismísimo Whitman. Hace muchos años solía coger una edición rústica de Hojas de hierba y caminar por la acera leyendo los poderosos versos de este extraordinario poema panteísta. Era una de mis tantas formas de rezar. Hay poemas que son oraciones.
Whitman me llevaba a reencontrarme conmigo mismo.
Me siento junto al viajero recién llegado. Al principio no le hablo. Sólo trato de averiguar qué es lo que mira. Tengo una enorme curiosidad. La gente que camina por la plaza, los niños que se mojan en la fuente, la manera cómo ocurre la vida cotidiana en la ciudad. Instantes.
Luego me acerco un poco y le pregunto si viene de muy lejos. A pesar de su aspecto huraño y salvaje, me sonríe, se da la media vuelta y se pone a conversar, animadamente, como si no lo hubiera hecho durante mucho tiempo y sintiera la necesidad de hacerlo.
Tiene la piel tatemada por el sol. Por su barba es difícil calcular su edad; entre sesenta y setenta años, tal vez.
Después de algunos minutos, ya me ha contado a grandes rasgos la historia de sus periplos por Europa y el norte de África.
Se llama Iako y es originario de una pequeña ciudad checa, en los alrededores de Praga. Antes de convertirse en viajero fue periodista, y uno muy bueno, dice. Reportero de guerra. Le tocó cubrir la Guerra de Yugoslavia, entre 1991 y 1999. Tras ver tanta muerte y destrucción, dejó de ser el mismo. Cambió su manera de ver el mundo y sintió una enorme desilusión por el género humano. A su regreso se divorció de su esposa y sintió la tentación de que en el siglo del romanticismo muchos viajeros románticos sintieron: abandonarlo todo, coger camino y marcharse.
Y lo hizo.
Se fue a recorrer el mundo en bicicleta.
Hacía ya quince años que había salido de casa. Va donde el camino lo lleve. Algunas veces, cuando el asfalto se termina y se abren el mar o un canal frente a sus ojos, sube su bicicleta arriba de un barco o de un ferry y vuelve a bajarse en tierra firme, para seguir pedaleando. Ha recorrido una gran parte de Alemania y de los Países Bajos. Después de atravesar Bélgica, piensa viajar con rumbo a España donde se reuniría con uno de sus hijos, durante algunos días, antes de continuar su marcha inagotable. Algunas veces se queda en algunos espacios claros, a orillas del camino y, otras veces, en casas de personas que conoce. Dice que un periodista hace amigos en todo el mundo. Con la ayuda de esos amigos y con el dinero que ha ahorrado a lo largo de toda su vida, financia su viaje. Come sólo lo necesario y no se da ningún lujo. La suya, dice, es una forma alternativa de vida. Una vida verdadera, pienso yo. Porque es el resultado de una elección personal y no social. «Es una manera de escribir poesía con mi propia vida», dice. Es cuando dice esto último que yo pienso que este hombre y Walt Whitman no son tan diferentes. En el fondo, buscan algo parecido.
Le pregunto si alguna vez va a dejar de viajar. Dice que no lo sabe, pero piensa que algún día tendrá que detenerse.
Poco después se acerca mi mujer y escucha el final del relato. Iako escribe su nombre en un papel y su correo electrónico. Le ofrecemos quedarse a dormir en nuestra casa, pero nos dice ya ha visto un paraje que le ha parecido seguro y, como en los veranos de Bélgica suele haber cielo despejado, tiene ganas de ver la bóveda celeste.
Para contribuir con su viaje vamos a una night shop y le compramos una botella de vino blanco espumoso, una barra de pan y algunas latas de sardinas y de atún.
Nos lo agradece con una sonrisa. Guarda todo en una de sus bolsas de viaje y nos despedimos.
Desde la mesa de la terraza del café, vemos al viajero marcharse, perderse en el anonimato de las calles y torcer hacia arriba, en una callejuela. Me quedo con una sensación de perplejidad. No imagino cómo puede este hombre sobre llevar su soledad. Y tengo la impresión de que, como Whitman, además de buscar la comunión de su espíritu con el espíritu universal, el viaje de Iako tiene algo de huida. El problema, cuando se viaja para huir, es que no importa adonde vayas, siempre te llevas contigo. Y Iako parece llevar todas esas guerras y masacres en su rostro, en su mirada.
Me pregunto si Iako, como Ulises, viajará durante otros cinco años para completar los veinte del héroe griego y trato de imaginar cómo será el regreso a su ciudad, en Checoslovaquia: su regreso a Ítaca.
¿Qué habrá cambiado de él en todo este tiempo? ¿Podrá volver a asentarse?
Hoy, mientras escribo este artículo, me he preguntado qué será de Iako. Quizá podría buscar su correo electrónico o su nombre en la guía telefónica de su país. Sin embargo, prefiero quedarme con aquel encuentro y conservar el misterio.
Imagen: Viajero de Caspar Friedrich (pintura modificada a la que se ha agregado una bicicleta)
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