México, un país sin utopías

En el bachillerato trabajé como escritor fantasma durante el curso de filosofía...

8 de enero, 2016

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En el bachillerato trabajé como escritor fantasma durante el curso de filosofía, sólo que como en aquel entonces no sabía lo que era un escritor fantasma y tampoco tenía la menor idea de que éstos cobrasen tanto dinero por su trabajo, no cobré un solo centavo por mi perversa y oculta actividad. Pero a cambio de eso gané algo que no se compra ni se vende en ninguna parte, y me refiero al gusto por la filosofía. Y si digo que me convertí en un escritor fantasma es porque hice el trabajo final de filosofía para mí y para muchos de mis compañeros de clase. Nuestro profesor era un sacerdote. El Padre L. Un hombre culto y carismático, que no sólo sabía mucho de filosofía, de psicología, teología y otros temas, sino que sabía lo más importante: enseñaba a aprender por uno mismo. A causa de los cursos del Padre L., sobre todo en lo que a los presocráticos se refiere, quise estudiar la carrera de filosofía. Sin embargo, cuando se lo dije a algunas personas, me dijeron que estudiar filosofía era una insensatez, ya que como filósofo terminaría siendo, como mucho, profesor universitario. De manera que realicé estudios “serios”, como estas personas me aconsejaron y, luego de dar muchos tumbos por la vida, y veinte años después, terminé siendo profesor universitario.

Pero volviendo al Padre L., lo cierto es que me tomó algún tiempo darme cuenta de que no había elegido estos dos libros (aparentemente contradictorios) para el trabajo final al azar, sino que quería confrontarnos a dos postulados opuestos que forman parte de lo mismo. Los libros eran El Príncipe de Maquiavelo, una obra crudamente realista, y Utopía, de Tomás Moro, la obra del idealismo por antonomasia.

 

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MÉXICO se ha convertido en una fosa común desmesuradamente grande. Más de 27,500 asesinatos en lo que va del sexenio de Enrique Peña Nieto; 24 cada día, 2 cada hora. La cifra nos sobrepasa. Y eso, sin contar el número de homicidios que no contemplan las cifras oficiales, ni a todos los desaparecidos que, seguramente, yacen bajo tierra o calcinados. Atroces imágenes en la prensa. La violencia es cotidiana y, de alguna manera, esperable; un día sin violencia sería una fábula. Las imágenes: cadáveres colgados de puentes peatonales (de la misma manera que en la Edad Media y en el Renacimiento temprano se colgaban las cabezas de los enemigos en las puntas de los árboles para ahuyentar a los bárbaros); dentro de coches y de camionetas, rociadas de balas, inertes cadáveres perforados y ensangrentados; a orillas de calles y carretras coches quemados y abandonados; y, por si esto no fuera ya estremecedor, cuerpos mutilados, degollados y decapitados en todas partes. Una violencia desmesurada, una brutalidad. Alcaldes, periodistas, extranjeros, gente común y corriente; nadie se salva, todos pueden convertirse en blancos de la violencia, de la perversidad. Matar por matar, a un ser humano, a diez, a cincuenta, ¿qué más da? Acabar de un chispazo con el milagro de la vida, y hacerlo con una vehemencia feroz. El individualismo, la falta de interés por el bienestar ajeno, la nulidad de emociones de los criminales es desgarradoramente desconcertante. El regreso a la estupidez, el retorno a la barbarie. No hay cultura, ni educación, no hay arte posible para humanizar a estos deshumanizados seres que han perdido su compasión. Las almas muertas no hacen sino engrosar esas cifras que se convierten en estadísticas dentro de las páginas de los diarios. Porque se han convertido sólo en eso: en cifras, fríos números sin nombres, sin historias, sin rostros. Números oficiales y números de cálculos extra oficiales. De tanto escuchar y ver las mismas noticias; los asesinatos y las desapariciones, nos hemos habituado, nos hemos todos insensibilizado. Los gobernantes hacen alianzas con los criminales u optan por la demagogia: «Combatiremos a la delincuencia con mano dura»; «No daremos marcha atrás en la lucha contra el crimen organizado». Palabras vacías. Palabras que se lleva el viento. ¿No dicen que a grandes males, grandes remedios?, pero aquí sólo hay grandes males y remedios insuficientes. ¿Qué tiene que pasar para que el gobierno y las fuerzas del orden público limpien sus letrinas y se pongan a actuar de verdad?

 

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Resignada parece la sociedad al enriquecimiento ilícito de tantos políticos incapaz de hacer nada. Junto con las noticias sobre la violencia, nos enteramos de las riquezas que, mientras los criminales se matan y la sociedad lucha por vivir en un país que nada más no levanta (o que levanta sólo para algunos), esos políticos acumulan más dinero y bienes a su patrimonio y, por si fuera poco, quedan impunes. Son la indiferencia y el urgente deseo por enriquecerse, los dos signos más abyectos de nuestro tiempo. La sociedad se cae dentro de un precipicio ético. El que pudiendo enriquecerse no lo hace, el que tiene amigos en el gobierno y no consigue contratos, el que no busca el bienestar económico, el que no pone al dios dinero por encima de otros dioses, es un estúpido. Ya nadie confía en los políticos, se han convertido en una clase despreciada por todos. Pero no les importa, los políticos, desde siempre, siempre han sido cínicos. A su retiro se van a administrar sus fortunas, a vivir como reyes con el dinero que otros ganaron. No hay arrepentimiento, no hay conciencia; sólo voracidad y cinismo. Y los pocos honestos, son asesinados o detenidos, no vaya a ser que arruinen el lucrativo negocio de la política.

Soborno, malversación, tráfico de influencias, abuso de funciones, enriquecimiento ilícito, blanqueo de capitales, encubrimiento, obstrucción de la justicia, corrupción política, trato de blancas; es claro que no sólo los políticos son responsables de la corrupción, lo somos todos los mexicanos, la sociedad en general. De una manera u otra, todos participamos y toleramos esa forma de vida. ¿Quién no ha sobornado a un policía? ¿Quién no ha pagado por un trámite? ¿Quién no ha tolerado que sus gobernantes le roben? ¿Quién no se ha conformado con el gobierno mediocre que tiene? ¿Quién ha acusado de corrupto a un amigo o al padre de un amigo, que todo el mundo sabe que se ha enriquecido con un cargo público o de la obtención de un concurso público amañado?  

¿Es posible detener la corrupción cuando ha llegado a esta magnitud? No lo sé, pero hay que empezar pensando que sí. Las utopías de hoy, son las realidades del futuro.

 

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Estamos divididos. La sociedad mexicana siempre ha estado fragmentada. Desde la conquista. La independencia fue el primer gran sueño utópico; la llevaron a cabo los criollos y, como siempre, los indígenas pasaron de ser explotados por la corona, a ser explotados por los criollos. La revolución fue el segundo gran sueño utópico; al final sólo se cambió una tiranía por otra. La realidad es ésta, por más que contradiga la otra cara del mexicano, la del hospitalario, el amable, el generoso, que también lo es. Los mexicanos somos buenas personas, pero nos metemos el pie entre nosotros. Hay un desprecio generalizado de unos por otros. “Güeritos” y “morenitos”. “Hijos de papi” y “nacos”. “Hijos de españoles y europeos” y “mestizos”. Los “de coche” y los “de a pie”. Los “políticos” y los “ciudadanos”. Los “poderosos” y los “pordioseros”. Los “cultos” y los “incultos”. Los “ricos de siempre” y los “nuevos ricos”. Los de arriba explotan a los de abajo, los de abajo roban y matan a los de arriba. Todos están resentidos. Las élites culturales dicen quien puede formar parte de ellas y quien no. Siento escribir esto: México, como nación, no es una nación unida, en el país imperan el odio, el menosprecio y el resentimiento. En México ya no se valora el trabajo, se valora el dinero. Y eso explica en gran medida el descontento social y la violencia que se ha generado. Los mexicanos (buscando siempre mostrar nuestros orígenes extranjeros) somos malinchistas. No somos ni nacionalistas, ni patriotas. El enemigo de México es su clascismo, su falta de unidad, la ineficacia y corrupción de su gobierno. No podemos convivir en paz entre nosotros mismos, porque los mexicanos estamos en guerra.

 

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La utopía consiste en el rechazo de la realidad actual y en la construcción imaginaria de otro lugar mejor, que muchas veces está ubicado en un tiempo mejor. La utopía permite confrontar la realidad actual con esa realidad alternativa. Y esa comparación debería de permitir encontrar una mejor realidad, ajustada a las circunstancias y al contexto actual. Las sociedades prehispánicas han sido idealizadas. No obstante, no constituyen las sociedades perfectas en las que a veces se piensa y, sin embargo, el pasado, con esa alegoría que ilumina a las sociedades primitivas, son necesarias para recuperar el presente y perfilar un futuro (tomar lo mejor del pasado y actualizarlo). El problema de vivir sin utopías consite en la falta de una verdadera visión de pasado, presente y futuro.

La utopía moderna siempre ve hacia delante y pone los sueños en una vida colectiva mejor.  

En su ensayos titulados Las cinco grandes utopías del siglo XX, el escritor Pedro Paunero escribió que «en la mayoría de las utopías o distopías, los ciudadanos están inmersos en un socialismo marcado por la igualdad y la negativa a acumular riquezas materiales, la tolerancia religiosa, la agricultura como el trabajo más deseable, los sabios como detentadores del poder (el gobierno de los mejores) y la uniformidad en las vestimentas y la educación». La utopía moderna aspira a lo mismo, pero en un contexto dentro del cuál se tiene claro que las utopías totalitarias, de izquierda y de derecha, tuvieron estrepitosos fracasos y sólo condujeron a la creación de sociedades controladas que vivieron vidas infelices. La utopía moderna no propone una sociedad igualitaria, sino una más libre, basada en los principios de felicidad individual y, al mismo tiempo (lo uno debería llevar a lo otro), de la felicidad social a la que toda utopía debe aspirar.

 

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«La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces, para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar», escribió ese soñador de mundos mejores que fue Eduardo Galeano.

Me temo que los políticos y los partidos políticos, de tan ocupados que están en obtener nuevos puestos y en dar puestos a sus amigos más leales, en ganar elecciones, en repartir espejitos y espejismos a la población y en ajustar sus sueldos de acuerdo al incremento de los precios de sus lujos, no tienen tiempo para construir utopías.

México es un país sin utopías. O, mejor dicho, México es una distopía.

Tal vez, a muchos políticos les hubiera venido bien un maestro de filosofía como el Padre L., que no sólo les hubiera enseñado a aprender filosofía, sino que les hubiera recomendado la lectura de algunos pensadores utópicos aunque, como yo, hubieran tenido que volverse escritores fantasmas en lugar de funcionarios fantasmas.

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