Si un rostro fuera lo que parece –una máscara o una filigrana, una figura cosmética o una mera abstracción– sería tan sólo un espacio vacío incapaz de descubrir alguna verdad.
Cualquiera que se haya detenido a mirar su propio rostro sabrá que en todo reflejo hay una irremediable transformación. Cuando miro los retratos de Marcos Aranda González, intuyo que su búsqueda tiene que ver no sólo con el aspecto físico del sujeto al que pinta, sino también con su alteridad.
Marcos no pinta sólo el vago territorio que recorre la piel de los rostros –colores, contornos, luces y sombras; la fealdad o la belleza de las formas– sino aquel abismo que el rostro delata. Y, sin embargo, Marcos, el artista, sabe que el rostro es la parte más ambivalente del cuerpo humano: el que más refleja la dicotomía entre intimidad y exterioridad. Pensemos que a cada emoción le corresponde un gesto –hay quien dice que un rostro puede expresar veintiún emociones distintas–, emociones que no siempre se quiere mostrar y, por tanto, se procuran ocultar. En ese sentido, el rostro humano es muchas veces también un espacio de simulación.
En cuanto vemos un rostro y dejamos que se exprese nos hacemos una idea general de la persona que tenemos enfrente. El artista busca siempre algo más. El artista, como el espejo –en la Grecia antigua se pensaba que mirar el propio reflejo podía provocar la muerte; pues el reflejo aprisiona el alma– quiere obtener del sujeto que tiene enfrente algo casi siempre inaccesible: su verdad. Si de cada persona surge una emanación, el artista debe ser capaz de trasladarla al lienzo. Marcos Aranda González, utilizando su intuición, casi por accidente y en un ejercicio parecido al striptease, distorsiona los rostros humanos para hacer que de ellos surga la sustancia de la que está hecho el ser humano; es decir, el portador de esa máscara a la que llamamos rostro. Sólo a través de esa deformación de las formas consigue revelar lo que hay detrás de la apariencia física del sujeto: su naturaleza, sus virtudes, su miseria, sus alegrías y su dolor. Pero la deformación del rostro que lleva a cabo es sólo un distanciamiento que le permite volver a él con más fuerza. Imagino que manipular plásticamente la forma de un individuo desde el inconsiente –para extraer su intensidad– es la obsesión y también la misión artística y filosófica de Marcos Aranda González. De lo que estoy seguro es de que a Marcos no le interesa que los espectadores de sus rostros se queden en su zona de confort; ahí donde nada pueda moverlos o incomodarlos. A marcos no le importa provocarlos, sacudirlos.
Pero todo esto es sólo mi visión personal del trabajo pictórico de Marcos Aranda González.
¿Pintura figurativa o abstracción?
Los retratos de Marcos me producen un sentimiento de vacuidad y, al mismo tiempo, un despertar. En lo personal prefiero este tipo de arte, el que se instala en los vacíos del alma. Estoy frente a la existencia de seres dominados por la angustia que, simultáneamente, sienten el feroz deseo de liberarse de la desesperación. No son seres atormentados, sino que forman parte del tormento que reina en este mundo.
Aunque la muerte no esté presente en su obra, tengo sensaciones de muerte en sus retratos. Pero tal vez se trate solo del temor que siento frente a la trágica brevedad de la vida. ¿Podemos vivir de manera consciente sin tener al mismo tiempo consciencia de nuestra propia finitud?
Uno de los peores miedos de Marcos Aranda González debe ser que todos los que miren su obra experimenten las mismas emociones y sentimientos. Como escribí algunas líneas más arriba, ésta es sólo mi interpretación de sus retratos. Aunque no creo que Marcos esté muy interesado en el la interpretación, al final de cuentas, el arte no debe explicarse, sino sentirse.
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