«Me despedí de Homero en las puertas de Tánger. Creo que no nos dijimos adiós», dice el narrador del magnífico cuento El Inmortal, de Jorge Luis Borges. El asunto es que dos inmortales no pueden despedirse. La finitud es la carga que los seres humanos tenemos que soportar y, al mismo tiempo, es gracias a ella que podemos valorar nuestra vida. Si pensáramos en ello a menudo, cada instante de nuestra vida cobraría un profundo significado («¡Detente, instante, eres tan hermoso!», escribió Goethe). Pero es también por esto que el hombre siente la necesidad de hacerse preguntas, surgiendo así el pensamiento filosófico.
El pensamiento ajeno no sólo es necesario, sino que es indispensable para generar el pensamiento crítico y el nuevo pensamiento. El problema surge cuando los individuos dejamos de pensar por nosotros mismos y dejamos que sean otros quienes piensen en nuestro lugar. Es decir, cuando empezamos a ser pensados en lugar de pensar. Aprender a pensar requiere de un esfuerzo y, muchas veces, de un sistema estructurado. La filosofía no es sólo pensamiento abstracto, la filosofía debería de ser, sobre todo, pensamiento práctico. El filósofo alemán, Martin Heidegger, llamó a esto «vivir en estado de interpretado», lo que significa que no sólo se vive creyendo lo que se lee y se escucha, sino que todo eso se repite a los demás. Somos el eco en una caverna, un disco rayado, un loro yaco del Amazonas.
A Nikola Tesla no le preocupaba que quisieran robarle sus ideas, le preocupaba que otros no las tuvieran. Lo mismo ocurre cuando nos dejamos pensar por nosotros y, por pereza o falta de interés, tomamos el pensamiento de otros como si fuera nuestro.
El problema no es sólo que carezcamos de un pensamiento crítico o de opinión propia, sino que ni siquiera corroboramos ni reflexionamos sobre lo que leemos o escuchamos, de tal manera que terminamos convirtiéndonos en los ratones que, hipnotizados por la música de la flauta, somos arrastrados por el flautista (el flautista: metáfora de los medios de comunicación, el poder público y las clases dominantes; o bien, sus grupos de resistencia). Al vivir en «estado de interpretados» (casi todos vivimos de esa manera) somos, como es de suponerse, fácilmente manipulados.
Ser pensados, en lugar de pensar, conlleva muchos riesgos. Y para muestra basta revisar un poco la historia. Todos los regímenes nefastos, los malos gobiernos, tuvieron a un grupo de personas con determinadas ideas y a otro grupo (mucho mayor que el primero) que creyó a pie juntillas en esas ideas. Ciegos llevando ciegos hacia un precipicio o lobos conduciendo borregos a sus guaridas.
Quizá lo anterior tenga mucho que ver con el estado actual del mundo en el que vivimos. Dejamos que el status quo apruebe o desapruebe quienes somos, lo que hacemos y lo que dejamos de hacer. Compramos los últimos aparatos tecnológicos, vestimos o nos peinamos de acuerdo a la moda. Leemos los mismos libros, escuchamos la misma música, vemos las mismas series y películas, casi siempre, todo repleto de ideas y emociones vacías, lugares comunes y salidas fáciles a sus argumentos; elegimos a personas poco preparadas y deshonestas para representarnos y gobernarnos.
Tenemos miedo de ser nosotros mismos. De pensar por nuestra cuenta, de ir muchas veces a contra corriente o en solitario. Poco nos atrevemos a conocer a personas distintas a nosotros, a buscar algo que conecte mejor con nuestro interior.
A todo esto Heidegger lo llamó: «Vivir una existencia inauténtica». Una existencia que no mira hacia la muerte (es decir, hacia la conciencia de la muerte y a que todos los actos en esta vida deben buscar la verdad; sino que sólo apuntan hacia el exterior, a la superficie de la vida, de las personas y de las cosas), está destinada a fracasar.
Dostoievski escribió que la existencia humana no sólo está en vivir, sino también en saber para qué se vive. Y para esto sirve la filosofía. La filosofía sirve para la vida. Para vivir una vida más profunda y auténtica, una vida en búsqueda de nuestra propia verdad.
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Fotografía: Marco Aurelio
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