Fascinación por los huracanes: Un recuerdo de mi madre

Hace algunos días, entre el terror y la fascinación, miraba las fotografías que el astronauta Scott Kelly hizo del Huracán Patricia, desde la Estación Espacial...

10 de noviembre, 2015

Hace algunos días, entre el terror y la fascinación, miraba las fotografías que el astronauta Scott Kelly hizo del Huracán Patricia, desde la Estación Espacial Internacional. Al mismo tiempo, mi mente vagaba hacia 1988, año en que el Huracán Gilberto llegó al puerto de Tuxpan, donde yo vivía con mi familia.

Después de que los servicios informativos de la Armada de México dieran aviso de la llegada de Gilberto, mi madre convocó a una reunión familiar. Estábamos mis hermanas, mi hermano, la mujer de la limpieza, mi cuñado y un amigo (al que decíamos La Rata o Topo Gigio) que había llegado del Distrito Federal para visitarme.

Mi mamá, que solía tener un pensamiento mágico, y desde niña había tenido un sueño recurrente dentro del cual se ahogaba en medio de una ola de un tamaño descomunal, producida por una especie de maremoto, temía de manera particular a los huracanes. Empezó a girar cheques bancarios y a repartir instrucciones con el fin de prepararnos para lo que nos esperaba. «Hombre precavido, vale por dos», decía. La Rata y yo fuimos al banco y a las bodegas del centro en una camioneta Chevrolet, pick up del rancho, donde compramos todas las provisiones que mi madre nos había encargado: garrafones de agua, decenas de cajas de latas de atún y de galletas saladas; velas, cerillos, una lancha inflable y una cuerda. Mis hermanas y mi cuñado tuvieron otros encargos parecidos. Mi cuñado, por ejemplo, debió de hacer un fuerte amarre con la cuerda, desde la lancha inflable hasta una de las columnas de la terraza de nuestra casa.  

Por supuesto, todo aquello nos parecía una exageración de mi madre y, sin embargo, por el entusiasmo que ella solía poner en todo lo que emprendía y por el hecho de que el huracán de alguna manera nos sacaba de la rutina, de pronto todos nos sentimos invadidos por la misma excitación. Ese era el primer huracán que vivíamos.

En el centro de la ciudad La Rata y yo empezamos a percibir la proximidad de Gilberto. El aire estaba enrarecido. Era como percibir un augurio. Los pájaros empezaron a volar de un sitio a otro, nerviosos, asustados. El cielo se nubló y todo se llenó de una cortinilla de vaho que hacía difícil poder mirar todo lo que había al otro lado de las calles. La gente también iba y venía. Ahora me parece que era algo parecido a ingresar en otra atmósfera, en un mundo distinto. La manera como crecía el huracán me recuerda a la forma que tiene la fuga musical: al primer sonido del viento se iban sumando otros sonidos parecidos, formando una polifonía que se repetía una y otra vez. La intimidante fuerza de la naturaleza estaba colmada de una exultante belleza.

Supimos que la cosa iba en serio cuando un letrero de señalización salió volando y casi decapita a un peatón.

Cuando llegamos a casa el caudaloso río que teníamos enfrente se estaba desbordando. Mi madre ya había decidido que nos mudaríamos a un cuarto muy grande que había en la azotea de la casa. Ahí estaríamos más seguros. El plan que ella tenía era simple: si el agua subía a la terraza y penetraba en el cuarto, saldríamos todos y nos subiríamos a la lancha, que afortunadamente estaba amarrada a la casa por una cuerda. Si el agua seguía subiendo y nadie nos rescataba, sólo quedaba encomendarnos a Dios.

Apenas oscureció empezaron a caer los postes de luz en toda la ciudad y se cortó la electricidad. Fue la oportunidad para encender las velas y crear un nuevo ambiente, entre catastrófico y festivo.

Es ahora cuando recuerdo nuestras miradas y la luz de las velas reflejada en nuestros rostros.  Empezaron las historias. Mi madre nos habló de las visiones de su abuela. Afirmaba que había sido vidente. Luego siguieron las historias de terror. El miedo y las risas. O el miedo entre risas.

Dormimos todos juntos.

Al día siguiente el agua cubrió nuestro jardín y se metió en la casa. En la sala y en la cocina había pescados y cangrejos vivos. En el río pasaron flotando novillos y vacas con el vientre inflado y grandes árboles y palmeras. En la calle aledaña un viejo se sostenía con dificultad de un poste. Mi cuñado fue por él y lo trajo con nosotros, para que engrosara al puñado de resistentes de huracanes que mi madre gobernaba. Lanchas de motor de La Marina iban y venían rescatando gente.

Estábamos incomunicados. Corríamos peligro. Pero no sentíamos miedo. Mi madre se encargaba de transformar el miedo en una especie de solidaridad.   

A mi madre le fascinaban los huracanes. Le atraían las aventuras. Le gustaba vernos juntos, enfrentando situaciones difíciles. Quería que fuéramos solidarios. Quería ver a su familia unida. El triunfo que a ella le interesaba era el del espíritu. Aunque tenía el sueño de que trabajáramos juntos y formáramos una gran empresa familiar, nunca dio importancia a las cosas materiales. «Tenemos que ser como los judíos. Prosperan porque trabajan en familia», decía. Protegía a sus hijos y nietos, a las parejas de sus hijos, a las personas que la ayudaban con la limpieza y el jardín. Éramos su familia.

Los días que duró el huracán me recuerdan una frase de Viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne:

«Hay que tomar lecciones de abismo».

Y en eso se convertían los huracanes junto a mi madre.

En lecciones de vida.

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