Después de cuatro años de una cruenta guerra civil, en medio de un complejo éxodo y enfrentando muchas dificultades, algunos sirios están encontrando, poco a poco, países dispuestos a refugiarlos. Al filo de la tragedia y la desesperación, cada uno llega cargando su propia historia de dolor.
¿Debe Europa recibirlos?
Van a la deriva y, una vez en su nuevo destino, comienzan el período de adaptación. Para algunos será más fácil que para otros. El sentimiento que tiene una persona cuando abandona su país, a causa de la guerra, es muy diferente que cuando lo hace por motivos personales.
La guerra es devastadora.
El desarraigado, escribió el poeta Enrique Lihn, no está de turista en una tierra extranjera; está todos los días de paso. El destierro es estar en ninguna parte, es el fantasma para el que no hay lugar.
De acuerdo con algunos relatos de refugiados, durante el período que el refugiado pasa en busca de un sitio donde asentarse y, una vez ya instalado, experimenta una inquietante inmovilidad, acompañada de una insoportable incertidumbre. Escucha voces, tiene visiones y sueños relacionados con su vida anterior, con sus muertos y sus agresores. Su mundo se ha trastocado por completo. Desconfía de todo el mundo. Tiene cambios de personalidad. Se le ha roto el espíritu.
El exiliado, sobre todo el refugiado de guerra, siempre arrastra consigo la melancolía de lo que ha perdido. Los refugiados han abandonado sus casas, familias y amigos; los lugares que frecuentaban, su cultura y sus costumbres. Su identidad. Se sienten ajenos a la vida del lugar donde llegan y ese sentimiento los persigue durante mucho tiempo. A veces, para siempre.
Todo refugiado de guerra tiene que hacer un duelo por sus pérdidas. Y en medio de esa vulnerabilidad, reconstruir un hogar, una familia y un nuevo entorno social. Pegar sus piezas rotas. Rehacerse a sí mismos. Muchas veces se buscan entre ellos para sentirse menos solos. Se reunen en casas y cafés y hablan de su país. De los dictadores que tienen que caer, para que ellos puedan regresar. Muchas veces no regresan nunca. Algunas veces, en los países de acogida, son bien recibidos por la gente y otras, rechazados. En todo caso, el rechazo es mejor que vivir la guerra.
El escritor Roberto Bolaño, que era un maestro de exilios, escribió que exiliarse no es desaparecer, sino empequeñerse, ir reduciéndose lentamente o de manera vertiginosa, hasta alcanzar la altura verdadera, la altura del ser. Y se preguntaba: ¿La «tierra extraña» es una realidad objetiva, geográfica, o más bien una construcción mental en movimiento permanente?
Lo cierto es que algunos refugiados o exiliados de guerra, con el tiempo, no sólo consiguen adaptarse a su nuevo hogar, sino que hacen importantes aportes al país que los recibió.
Luego de que los países árabes más ricos les dieran las espalda a sus, supuestos hermanos, árabes y musulmanes: los sirios; Europa, que por obvias razones ha tratado de frenar los flujos migratorios hacia sus países miembros, se ve en la obligación moral de recibir a estos millones de seres humanos que huyen de la guerra. La situación llega en un momento muy difícil. Europa está en crisis y tiene muchos problemas con el Islam.
Recibirlos no debe limitarse a proporcionarles las necesidades básicas. Tienen que dar trabajo a los adultos y educación a los niños. Insertarlos a los sistemas de salud. Enseñarles el nuevo idioma. Hacerlos productivos. Buscar qué pueden aportar al país de acogida. Sólo así se sentirán útiles y se integrarán de una forma sana a la sociedad. Su repatriación podría tomar mucho tiempo y, en muchos casos, nunca llegar.
Hay cosas que no están en discusión y ésta es una de ellas. No hacer nada o no hacer lo suficiente, sería un error histórico imperdonable.
No es una cuestión de política, raza, religión o nacionalidad.
Se trata, ante todo, de un acto de humanidad.
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