Elogio del perdedor

Diógenes, el líder de la secta del perro, pertenecío a otro tipo de perdedores.

5 de agosto, 2015

En el fondo de todo perdedor -aún el más anodino- hay un rebelde, un inconformista que no está de acuerdo con el mundo ni con las reglas que le fueron impuestas. No encaja en el status quo y decide salir de él para buscar, por sus propios medios, otros mundos o alguna otra forma de estar en el actual. Muchas veces lo hace mediante la pasividad, pero otras veces se arriesga y decide dar un gran salto -aunque sea hacia atrás- para tomar el impulso que cree que lo llevará al sitio que le está reservado. Ese es el perdedor que me interesa.

El triunfador, en cambio, anda con pies de plomo. Toma riesgos calculados, pero nunca se juega el pellejo, mantiene sus reservas. Hace lo que se espera de él. Sigue las normas. Vive como la sociedad dicta que debe vivir todo aquel que quiera formar parte de ella. Trabaja para conseguir lujos y comodidades, y siempre trata de mostrar, de cara a los demás, su perfección. Nada en su vida está fuera de lugar. Es predecible y confiable. Sabe que es un triunfador y que es él quien señala y juzga a los perdedores.  

La principal diferencia entre el perdedor y el triunfador está, precisamente, en que el triunfador no tolera la imperfección y el perdedor, en oposición, no sólo la acepta, sino que la asume. Sabe que la vida es imperfecta y decide vivir consciente de ello. No se preocupa en guardar las formas. No es feliz ni pretende serlo. Sabe que la felicidad no existe. Porque lo que hay son momentos, instantes fugaces de felicidad. Con eso se conforma. Tiene nostalgia de lo que pudo ser. Y dentro de ese estado de resignación o de insatisfacción, se decide por la inmovilidad total o por la movilidad extrema. Cuando actúa lo hace con todas sus fuerzas. Con excitación. El camino del perdedor es más intrincado, más oscuro y más incierto que el del triunfador. Más parecido al viaje iniciático. Muchas veces, el perdedor se deja caer en picada hacia el abismo, hacia su propia destrucción. Pero al salir -si es que sale- del hundimiento, al regresar del viaje -si es que regresa- nunca vuelve a ser el mismo ni a mirar y mirarse con los mismos ojos.

Para bien o para mal, vuelve transformado.

De toda la tipología del fracaso1 me interesan los siguientes perdedores: el que quiso ir más lejos, el idealista, el que se rebela y se destruye a sí mismo y el que asume una cierta mediocridad.

Dentro del primer tipo, los primeros grandes perdedores de la mitología griega -donde abundan este tipo de personajes- son Ícaro y Faetón. Ambos, a pesar de la advertencia de sus padres -Dédalos y Helios- quisieron ir más lejos, traspasar sus límites. Fracasaron. La soberbia los hizo sucumbir. Ícaro voló tan alto que el sol derritió la cera de sus alas. Faetón se empeñó en conducir el carruaje de fuego y, entrando en pánico, no fue capaz de controlar a los desbocados caballos que tiraban del carro. Uno terminó ahogado en el mar y el otro en el río, destruyendo a sus familias, que algunas veces son las víctimas de estos osados y altivos caídos.  

El mundo de los negocios y de las finanzas está repleto de perdedores. Hombres ambiciosos que quisieron ir más lejos, realizaron grandes inversiones y, al final, las perdieron. El caso de Jérôme Kerviel es emblemático. Brillante trader del banco francés Société Générale, provocó la pérdida de 4,900 millones de euros, la mayor de la historia, que consiguió ocultar durante algún tiempo mediante operaciones muy sofisticadas. Este «fraude» es diferente al que hacen los estafadores porque Kerviel nunca se quedó con una parte del dinero que ganó, antes de apostar en grande y perder -en grande también-. ¿Qué lo motivó entonces? Tal vez lo mismo que a Ícaro y Faetón. Ir más lejos, más alto. Pensar que podía conseguirlo. Su propia soberbia.

El jugador, el ludópata, encarna al tipo de fracasados que se precipitan al abismo. Busca obtener ganancias rápidas y fáciles, a pesar de que en el fondo sabe que casi ningún jugador, al final de la tarde, gana. El azar termina por arrebatarle todo. No obstante, no cesa en su intento. Empieza buscando ciertas sensaciones, quiere escapar del tedio y la desesperación. Luego, cada ganancia, por pequeña que sea, la vive como un pequeño triunfo, una diminuta forma de rebelarse contra una vida que considera mediocre. Con dinero, piensa, tendrá el respeto de quienes se lo niegan. Vivirá mejor y bajo sus propias reglas. Tendrá esa parte de la vida que le ha sido negada. Fedor Dostoievsky, el gran escritor ruso, no sólo fue un jugador, sino que padeció la epilepsia, la miseria y los campos de concentración de Siberia. Pertenece a los genios perdedores que si bien fracasaron en su vida, ganaron frente a la posteridad.

Don Quijote representa al segundo tipo de perdedores: el idealista. Al mismo tiempo es el antihéroe por antonomasia. Don Quijote va por el mundo, de fracaso en fracaso, enderezando entuertos, tratando de hacer un mundo mejor, de acuerdo con sus ideales. Es objeto de burlas y de todo tipo de atropellos. Y lo sigue, podría decirse, otro perdedor, pero de una clase totalmente distinta y, por tanto, complementaria: Sancho Panza. Campesino bajito, regordete, vulgar, comilón e imprudente, que prefiere seguir a Don Quijote que quedarse en casa, con su latosa mujer. Mientras Don Quijote fantasea, Sancho puede ver la realidad. La grandeza de espíritu de esta pareja indisociable es indiscutible. Y al final, si Don Quijote fracasa -si es que fracasa, porque el fracaso es un concepto relativo- es porque este mundo no tiene arreglo.

El artista marginal es un rebelde, considerado por la sociedad como un ser peligroso. Enfermo, loco, excéntrico, amoral, vagabundo, vicioso o revoltoso. O todos los anteriores. El artista está empeñado en dar un nuevo sentido a la visión del mundo, aunque su mundo privado se venga abajo. Pienso en Van Gogh y en Rimbaud, pero también en los poetas de la generación beat, y en otros. El drama de la existencia de muchos de estos artistas -que pudiendo vivir vidas normales, con trabajos bien remunerados, familias cariñosas y hogares protectores- consiste en que quisieron transformar la visión de su generación e, incomprendidos y desvalorizados, vivieron muchas veces, la miseria y la marginación. Murieron pobres y, sólo después de muertos, una vez que la burguesía pudo asimilar su obra y apropiarse de ella, obtuvieron el reconocimiento que merecían.

Este tipo de perdedor elige esa derrota porque piensa que la única vía posible. De manera que no hace nada para evitarlo.

Diógenes, el líder de la secta del perro, pertenecío a otro tipo de perdedores. Era un filósofo que predicaba con su propia vida. Él y sus discípulos se charon a vivir en las calles. A vivir una vida alternativa -como tal vez hagan algunos clochards-. Vivía dentro de un tonel. Hacía sus necesidades en la calle. Entraba al teatro mientras todos salían, llevando una lámpara en la mano y gritando: «busco a un hombre», es decir, a un verdadero ser humano. Alejandro Magno se acercó a Diógenes y, tras ofrecerle lo que quisiera a cambio de su conocimiento, Diógenes le respondió: «Lo único que quiero es que te muevas porque me tapas el sol».

Entre los perdedores sin oficio ni beneficio que hay en las calles, aquellos que no pudieron ir más lejos o no quisieron, los que les tocó perder, me he encontrado con algunos que a su manera viven una vida similar a la de Diógenes. Deciden vivir al margen de la sociedad, solos o en pequeños círculos. Son los outsiders. No hay una, sino muchas formas de estar en el mundo.  

Y por último, quisiera referirme al perdedor que asume cierta mediocridad. Por ejemplo: el oficinista, el burócrata. Herman Melville, el mismo que escribió la portentosa novela Moby Dick, también creó en Bartleby el escribiente a este personaje de figura «pálida, pulcra, lamentablemente respetable, incurablemente solitaria» que se presenta a trabajar como escribiente en el despacho de un abogado de Wall Street, Nueva York. Cuando se le pide que haga algo, Bartleby responde, siempre: «Preferiría no hacerlo» y luego ejecuta el trabajo a la perfección. No hace más de lo que se le pide, pero tampoco menos. Hasta que un día ya no quiere escribir más, por lo que es despedido. Pero se rehúsa a salir de la oficina. Vive ahí. Por lo que -al puro estilo del teatro del absurdo- el abogado decide cambiar de ubicación sus oficinas. Y Bartleby continúa en el mismo sitio cuando los siguientes inquilinos se mudan. Finalmente, es detenido y encerrado por la policía. En su celda, se deja morir de hambre.

La gran novela de Albert Camus se titula: El Extranjero porque su protagonista,  Mersault, no sólo era un extranjero en el mundo, sino un fracasado llevado al extremo. Un tipo de perdedor diferente a los anteriores. Uno que no deja en el mundo nada más que su mediocridad.

La realidad es que el perdedor es un extranjero en cualquier sitio; incluso, es un extranjero para sí mismo. Luis Antonio de Villena cuenta cómo Emile Cioran, filósofo rumano que escribió en francés, vivió en París, amó España, concedió pocas entrevistas, vivió con poco dinero y escribió, entre muchos otros libros, el Breviario de los vencidos, decía ser un extranjero. Un meteco.

El gran escritor español Javier Cercas, en un artículo que escribió para el diario El País sobre las pérdidas de objetos y que tituló El arte de perder, señaló que el asunto con las pérdidas está en que después de perder se tiene que encontrar lo perdido. Algo similar ocurre con el fracasado. El fracasado, en el proceso de perderse a sí mismo, buscarse y enconrarse de nuevo, tiene un aprendizaje.

Antonin Artaud, luego de pasar nueve años recluído en hospitales psiquiátricos, en su gran ensayo Van Gogh, el suicidado de la sociedad, trató de buscar una forma alternativa de ver la locura y de atacar a la práctica psiquiátrica de su tiempo. Para ello utilizó la figura de Vincent Van Gogh. De acuerdo a sus teorías, la sociedad de su época alienó, aisló, ignoró y estigmatizó al pintor holandés, artista de gran sensibilidad, orillándolo al suicidio.

En muchos casos el perdedor es un fracasado y, en otros, un mito, una metáfora. Hoy, me quedo con todos aquellos que, a pesar de que sabían que no podían arreglar el mundo, lo intentaron. Fracasaron en un intento de desesperado por cambiar algo.

Y ahí radica su heroísmo.    

Foto de portada: Gilbert Garcín.

Extraje la mayoría de las ideas para este texto del extraordinario libro: Biografía del fracaso, del escritor español, Luis Antonio de Villena, que leí hace algunos años.

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