Hay un gran malestar en casi casi todo el planeta. México no es la excepción. Aunque si bien hay un denominador común, esa angustia y aflicción del ánimo tiene particularidades en cada país. En el caso mexicano, tal desasosiego se explica en buena medida porque hay un contraste entre el discurso político y la realidad. Un ejemplo, que no es único ya que afecta a todos los niveles de gobierno, es el del presidente Peña ofreciendo una disculpa por el posible conflicto de interés entre su gobierno y los proveedores. Y en el recinto donde leyó un resumen de su tercer informe se encontraban los representantes de las empresas que han sido beneficiadas con contratos millonarios y se presume que han obtenido sobreprecios por sus trabajos. Otro caso es asignar a Arturo Escobar, que ha operado al margen de la ley, para… ¡prevenir el delito!
La revista The Economist dijo hace unos meses que Peña no entiende que no entiende, pero los hechos apuntan a un entramado de complicidades y de encubrimiento muto, que resta autonomía al gobierno: no puede actuar de otra manera, pues se autodestruiría. Pero el problema de la corrupción es mundial. Los gobiernos de muchas naciones incurren en asociaciones delictuosas o dudosas con diversas corporaciones, o las encubren. La alianza entre el gran capital y los gobiernos se presume a los cuatro vientos. Claro, es para el “bien común”, para generar inversiones y empleos. Se omite decir que es para sustraer rentas públicas y enriquecerse a costa de los impuestos del ciudadano y del deterioro de los servicios públicos. El resultado es una alta concentración del poder y de la riqueza. La desigualdad resultante de este fenómeno sociopolítico es la raíz del gran malestar.
¿Cómo llegamos a ese estado de cosas? Parte sustancial de la explicación es que la desregulación financiera y de mercancías postró a los gobiernos nacionales, a su vez cooptados y subordinados por las corporaciones. El negocio es la asociación entre elites económicas y políticas para esquilmar a sus pueblos y apropiarse de los recursos naturales. Lo grave es que la ideología dominante justifica la corrupción de los valores liberales. Lo que importa en este mundo es el dinero, las máquinas y el hombre; en esa prelación. Por eso la Corte Suprema de Estados Unidos sentenció como violatorio de los “derechos humanos de las corporaciones” limitar su financiamiento a las campañas políticas. El capital expropia los derechos de la persona. El objeto de protección es la empresa: socializar las pérdidas y privatizar las ganancias. En cambio, garantizar los derechos básicos del hombre es, horror, ¡populismo!
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