México tiende a precipitarse hacia una crisis de legitimidad. Poco a poco parece configurarse esa ominosa posibilidad. Desde hace años la credibilidad en los políticos es muy baja, pero se complicó con una crisis de confianza que desencadenaron las casas presidenciales y del secretario de Hacienda. A ello se suman la presunta partidización de la Suprema Corte de Justicia, la corrupción generalizada en el Congreso, el grosero pillaje de las haciendas públicas estatales, el desfondamiento de los partidos políticos y la debacle del árbitro electoral, el INE. Se conforma una crisis institucional: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial y los tres órdenes de gobierno abdican a su papel de representar a los mexicanos para procurar sólo sus intereses particulares. La elite política mexicana parece empeñada en destruir a la democracia representativa. El vaciamiento de las instituciones nos arrastra a un callejón sin salida.
¿No ven los políticos que están cerrando los canales de movilidad e interlocución? Viene a complicar este escenario la crudeza con la que pega la caída de los precios del petróleo y el desatino del gobierno de sacrificar a sectores cruciales como la inversión pública y la salud, mientras se dilapidan los dineros públicos en salarios y prestaciones exorbitantes de políticos y funcionarios de los primeros círculos de gobierno, en partidas desmesuradas para los partidos políticos, en fondos sin sustento legal a grupos de presión, contratos millonarios a los empresarios amigos… El desprestigio de la cosa pública es tal y el fracaso de las políticas de estímulo es tan evidente (el mayor gasto público no impulsó el crecimiento ni el empleo, pues por cada peso que crece el PIB se importan 45 centavos) que el régimen está entrampado.
El desencanto social tenderá a recrudecerse al término del proceso electoral cuando se combinen dos eventos previsibles: mayor restricción al gasto público y el mantenimiento de la composición de las fuerzas políticas en la Cámara de Diputados y los gobiernos estatales, en virtud de la posible alta abstención y el poder del sistema clientelar, es decir, la capacidad de gobiernos y sus partidos para condicionar los votos de los electores. En tan compleja circunstancia, si persiste la arrogancia de la elite política (reflejada en la insultante rebaja de 100 pesos quincenales de la dieta de los senadores, mayor a 170 mil pesos al mes) el riesgo es un colapso del sistema político o un clamor popular de pagar tributos sólo a cambio de representación y rendición de cuentas, opción que involuntariamente promueve la campaña del PAN a favor de reducir los impuestos. Hacia allá nos puede llevar la crisis de legitimidad política.
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