La desigualdad extrema impide tener un proyecto político común y complica la gobernanza. Gerardo Esquivel en un espléndido ensayo, patrocinado por Oxfam, muestra la abismal desigualdad que socava a México. Menciono algunos datos: uno por ciento de la población concentra 21% de la riqueza del país; 10% de los mexicanos acapara 64% de la riqueza. En los últimos 20 años el ingreso per cápita creció 1% anual pero las ganancias de los 16 hombres más ricos se multiplicaron por cinco. La fortuna de esas 16 personas subió de 26 mil millones a 142 mil millones de dólares. El caudal de los cuatro más ricos creció de 2% del PIB en 2002 a 9% en 2014. Esos cuatro multimillonarios pueden generar tres millones de empleos con un salario mínimo sin que su riqueza disminuya un céntimo. En tanto, la pobreza alcanzó a 55.3 millones de habitantes. Es un insulto. La desigualdad separa y divide.
La desigualdad ha llegado a tales extremos que los hombres hemos dejado de reconocernos en nuestros semejantes. Unos y otros nos vemos como prescindibles, como objetos de utilería, para usar y desechar. La condición de humanidad, como el gran rasero de la igualdad, dejó de tener algún significado. La desigualdad y la pobreza cambiaron el estatus de las personas, degradándolas a no-personas. El otro, nuestro semejante, es tan diferente que ya no se equipara a mi yo. Tal distancia es llenada con desconfianza y miedo mutuos que nos lleva a discriminar y a considerar a los demás como enemigos potenciales. Los ricos y pudientes desprecian y humillan a quien es diferente a ellos. Los excluidos, inmersos en su resentimiento, odian y se vengan de quienes los marginan. La guerra de todos contra todos se reactiva.
La empatía, según el neurocientífico Ramachandran, nace con la socialización, que hace que los humanos aprendamos las conductas y transmitamos la cultura y los conocimientos. La empatía nos permite comprender o simpatizar con el otro. Pero la abismal desigualdad rompió la socialización: ricos y pobres viven en mundos paralelos; son extraños. Esta condición impide encontrar intereses comunes y, por tanto, nuestras ideologías y proyectos de vida no coinciden; nos polarizan. Si no compartimos intereses ni idearios, difícilmente estaremos dispuestos a compartir leyes y gobiernos en común. En consecuencia, la desigualdad siembra la semilla de la ingobernabilidad. En el orden económico, sentirnos y vernos como extraños genera desconfianza, por lo que desaparecen las condiciones para invertir y producir, para emprender y comerciar. Así, la desigualdad atenta contra el desarrollo y la cohesión.
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