Tal como eres: simpático y para (nada) simpático

Una noche tan parecida a cualquier otra Ana (mi esposa) y yo coincidimos en un bar del centro de la ciudad invitados...

24 de mayo, 2016

Una noche tan parecida a cualquier otra Ana (mi esposa) y yo coincidimos en un bar del centro de la ciudad invitados (cada uno por separado) por su primo Francisco, quien es adicionalmente mi mejor amigo desde nuestros años universitarios. Como sucede en toda buena historia, un encuentro casual se convirtió en un evento memorable y trascendental para los dos.

Desde un inicio, a pesar de ser individuos de características, carácter y personalidades muy dispares y con bagajes también distantes, había muchos detalles específicos que nos acercaban y asemejaban. Además, cabe reconocer, estábamos locos el uno por el otro. Cuando tomamos la decisión de compartir nuestra vida en las buenas y en las malas (pronóstico que se ha cumplido a rajatabla) logramos conformar una familia increíble y me siento orgulloso, día con día, de aquello que hemos superado y cimentado a través de los años.

Ella es, al menos superficialmente, totalmente opuesta a mi: una persona extremadamente sociable, que se siente plena y feliz con la interacción constante, cultivando relaciones, entablando conversaciones tanto profundas como triviales así como sabiéndose integrada (y acoplada) en los distintos grupos y ambientes a los cuales pertenece. Entre más gente exista a su alrededor, mejor. Existen numerosas ocasiones en que envidio, de manera genuina, su capacidad natural para realizar tareas de ésta índole.

Yo me encuentro del otro lado del espectro.

Aquello que en términos generales Carl Gustav Jung definió en 1921 como introversión, me identifica en gran medida: alguien que disfruta de la reflexión, mucho más dado al auto-análisis y a la introspección que a la convivencia social; alguien de pocos conocidos y aún menos amigos, que disfruta de la lectura, salir a correr en solitario, de encerrarse a pensar detenidamente cuando las cosas no resultan favorables o son demasiado complejas. Cosas así.

Los estudios médicos más recientes (Frontiers in Human Neuroscience y la Universidad de Cornell, por citar sólo dos ejemplos) indican que lo anterior se debe prioritariamente a la naturaleza de nuestra materia gris, en específico, a una mayor densidad de la corteza prefrontal de mi cerebro y a la natural disposición de mi entramado neuronal con el sistema parasimpático (caso contrario en las personas extrovertidas, ligadas al sistema simpático).

Aquello que muchas veces se malinterpreta en mi caso como una aparente incomodidad ante la interacción social, o peor aún, como franco desinterés o simple distracción resulta erróneo, puesto que soy capaz de recordar detalles y datos con exactitud, referentes a la o las conversaciones que entablé minutos, horas o semanas antes; no, no es desinterés o falta de atención, lo que falla es esa chispa, esa dosis de simpatía y/o motivación que en términos químicos obedece a la ausencia de Dopamina, ese curioso neurotrasmisor relacionado con las sensaciones de "recompensa". Tampoco es que deteste la interacción con otros, simple y llanamente es que al no resultar “satisfactoria" químicamente hablando y también, por resultar sumamente abundante o poco concisa, soy incapaz de procesarlo eficazmente de modo que termina por abrumarme.

El "beneficio" psicológico que está ahí presente en la música, en la charla, en tratar numerosos temas simultáneamente, etc para el 75% de la población en general (que es bastante) se encuentra ausente para mí. Lo anterior porque mi cerebro está más interesado en la Acetilcolina, aquél otro neurotrasmisor relacionado con el "mundo interior", es decir, con reflexiones, datos, planes, estratagemas y soluciones. Ante esto, después de un rato de charla casual ya sea por inconexa o redundante o en su defecto, por excesiva, mi cerebro vuelve sobre sí mismo para buscar algo de paz o dirección. Yo, debo decir, me siento revitalizado después de un rato a solas; ella con cada nueva conversación. Simple y al mismo tiempo complejo. Si alguna vez me encuentro con usted en alguna reunión y me nota taciturno o poco participativo, no se lo tome personal. No lo es.

Así funciono yo. Así funciona ella.

A pesar de lo anterior Ana y yo nos sentimos bien juntos. No siempre ha resultado fácil. Ninguno de los dos era (o es) perfecto y en buena medida, una relación sólida y exitosa consiste en entenderse y aceptarse; simplemente somos diferentes. Al final logramos aprender de nuestros errores, dejamos de intentar que el otro diera un giro de 180 grados y hoy por hoy conformamos un muy buen equipo. Si me cuestionaran, claro que me gustaría que ella fuera un poco más "analítica" y si le preguntan a ella puedo asegurar, sin duda, que su petición recaería en que yo fuera más "sociable". Sin embargo hemos aprendido a aceptar quienes somos en realidad.

Ana, puedo darme cuenta, brilla con luz propia en su vida diaria; en cada uno de sus numerosos encuentros, reuniones, tertulias, charlas e interacciones y los rayos que emanan de ella también me llegan a mí. Disfruta como nadie del trato con los demás. Adicionalmente es una persona abierta, franca, dedicada, leal, generosa, divertida, cariñosa y entregada, de lo cual yo soy el principal beneficiado. Y muy, muy fuerte. No conozco ninguna otra persona igual. He aprendido más de mí y del mundo que me rodea gracias a ella y lo único que puedo hacer es agradecerle por esto.

Por mi parte, me agrada pensar que mi aporte consiste en tratar de brindar algún tipo de perspectiva y también, algo de enfoque, análisis y calma a su, a veces, muy agitada vida. Todos mis logros (y victorias) personales y profesionales son suyos también.

Ella es, en esencia, Dopamina. Yo Acetilcolina. Pero juntos, uno al lado del otro, conformamos un solo corazón, con propósitos, objetivos y sueños comunes.

Y sin importar lo que digan la química o la teoría conductual, no existe nada mejor en la vida.

Nos leemos en dos semanas.

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