Absolutamente nada brinda tal nivel de cohesión a la variopinta sociedad mexicana como el observar a nuestros once jugadores verdes participando en una justa internacional. Ningún otro deporte genera tal expectativa, tampoco ningún otro ámbito.
Durante las últimas semanas me he dedicado a seguir con especial atención tanto la Copa América como la Eurocopa, la primera apenas concluida mientras la segunda avanza conforme esto escribo. "Las distancias se han acortado" he escuchado con insistencia en distintas mesas de análisis y sin duda alguna, el diagnóstico resulta en lo general acertado. Ahí están Gales y Ecuador a modo de ejemplo. A pesar de sus notables jugadores, abundantes recursos y entusiasta afición sólo un seleccionado nacional parece permanentemente anclado en el tiempo, ajeno a todo cambio, transformación o progreso, mismo que brilla sólo por momentos: el nuestro.
El año es 1990; el "soccer" es un deporte menor en EUA y sus muy modestos resultados reflejan el poco entusiasmo que genera. Son los tiempos en que para el combinado nacional la eliminatoria dentro de su área geográfica resulta apenas un rutinario tránsito, un tedioso y aburrido periplo (por demás forzoso) en los que a nuestro país se le conoce como el "Gigante de la CONCACAF". Hugo Sánchez, declarado como el mejor futbolista del siglo XX del área y el mejor futbolista mexicano de todos los tiempos, va por su cuarto pichichi con el Real Madrid y el quinto de su carrera. Los Pumas de la UNAM, institución de la cual emergió el 9 del conjunto merengue, terminarán por imponerse a las Águilas del América para hacerse del campeonato local. No existe aún una liga profesional de futbol en la nación estadounidense.
Cuatro años después, en 1994, nuestro vecino del norte sería anfitrión de su primera y única justa mundialista, cita a la que México acude con renovados bríos tras no haber participado en el torneo anterior. En aquella edición el combinado tricolor fue eliminado por Bulgaria en la segunda ronda, exactamente la misma instancia en la que sucumbió el seleccionado de EUA ante su similar de Brasil. Para Corea-Japón 2002, siendo ya un participante habitual (y un serio competidor) la selección de las barras y las estrellas fue capaz de eliminar a México en octavos para después caer frente al futuro campeón, Alemania. En Sudáfrica 2010 volvió a meterse hasta la segunda ronda y en Brasil 2014 lo haría de nuevo. Del año 2000 a la fecha la escuadra estadounidense de futbol ha ganado la Copa de Oro en los años 2002, 2005, 2007 y 2013 y logró el subcampeonato de la Copa FIFA Confederaciones en el 2009. En el mismo período, a la selección mexicana se le ha complicado cada vez más su acceso a los torneos mundiales y en éstos, ha caído siempre en octavos de final.
Como en el cuento de Monterroso, cuando EUA despertó el gigante de pies de barro seguía ahí, luchando por ese anhelado quinto partido. La transformación del US Soccer había comenzado años atrás; el proyecto norteamericano consistió en sentar las bases que le permitieran adquirir un nivel competitivo en el plano internacional. Se hicieron estimaciones y se establecieron metas y objetivos a corto, mediano y largo plazo. En 1993, un año antes del mundial, se constituyó la Major League Soccer (MLS) y para 1996 comenzaba a funcionar en forma.
Fuerzas básicas, programas, becas e infraestructura fueron necesarios. Los jugadores norteamericanos, en escasos veinte años, lo comprendieron y asimilaron de igual manera: la entrega y el carácter debían ser elementos favorables y permanentes. El trabajo, la dedicación y el esfuerzo, más allá de sus habilidades técnicas, constituían el punto de partida. Por otro lado las buenas actuaciones, títulos y el acceso a instancias finales formaban parte de las consecuencias. El entusiasmo de la afición y sus por demás naturales beneficios económicos, también. Competitividad y eficiencia deportiva primero, consecuencias y beneficios después.
Así lo entendió también Islandia, la gran sorpresa de la presente Eurocopa: recursos, infraestructura, y trabajo desde divisiones menores. Campos sintéticos e instalaciones techadas. Y paciencia, mucha paciencia. Islandia, cuya población asciende a poco más de 330,000 habitantes y que posee un clima inhóspito la mayor parte del año. Apenas hace unos días sus 23 seleccionados, mismos que emergieron a modo de comparación de una población menor a la que habita la delegación Tlalpan en la Ciudad de México, lograron derrotar a la selección de Inglaterra e instalarse en cuartos de final. Sí, en ese quinto partido. Sí, a Inglaterra, la misma que posee más de 50 millones de habitantes y una de las mejores ligas del mundo. Chile, el flamante campeón de la Copa América es otro citado ejemplo de trabajo y competitividad. De proyectos y objetivos.
El futbol mexicano, mal y de malas, continúa viviendo en el mundo del revés como en los relatos de Lewis Carrol festejando los "no cumpleaños": el acceso a una segunda ronda, una victoria sobre el seleccionado estadounidense ahora el rival a vencer, algún subcampeonato continental y demás etcéteras al tiempo que su afición entona, en la victoria o en la derrota, el Cielito Lindo. Ha hecho del «Sí se puede» el grito de guerra de aquel que rema siempre contracorriente, sabedor de que potencial existe, pero el éxito parece invariablemente ajeno. Veinte años después seguimos en el mismo lugar, llorando nuestras derrotas y lamiéndonos las heridas, consternados porque «No era penal» o quizás, sí lo era. Cabe mencionar que nuestro país ha sembrado y cosechado sus reiterados fracasos, primero que nada, al repetir sin cesar el equívoco: Beneficios y negocio primero; competitividad y eficiencia deportiva, nunca.
El futbol en nuestra nación brega sólo contra sí mismo en la cúspide de las preferencias deportivas y se regodea en los multimillonarios recursos que genera de manera cotidiana. Para mal, no requiere de esfuerzo o sacrificio alguno para prevalecer o afianzarse en el gusto popular; con el paso del tiempo y la visión de equipos, federativos y televisoras, se ha convertido en un extraordinario negocio, único por demás, dado que la fanaticada nacional de la cual vive jamás ha necesitado de victorias, triunfos o títulos para continuar existiendo ni para acrecentarse. Los verdes atiborran estadios, consiguen patrocinios y venden camisetas y espacios en los medios con la misma naturalidad con la que caminan la cancha; generan artículos y propician acalorados debates, simplemente por el hecho de existir. Algún lamento o recriminación ocasional quizás emerja por ahí, pero después todo sigue su curso habitual. Lo mismo ocurre en el ámbito local; los aficionados del Atlas continúan acudiendo religiosamente al estadio, al igual que los del Cruz Azul, mientras aquellos del Guadalajara aún debaten si pagarán o no por ChivasTV. Es una compleja maquinaria repleta de múltiples intereses que nunca aminora la marcha.
Partiendo de esta base, términos tales como eficiencia o competitividad no entran en discusión, por ello en las últimas dos décadas nuestro desempeño deportivo se ha empantanado; adolece de falta de continuidad, de progreso y carece de proyectos y de objetivos concretos. Para peor, nuestro futbol ha encontrado la forma de sobrevivir cómodamente sin asumir mayores compromisos ni poner en riesgo el buen negocio que ya es: alimentarse de momentos.
Como el pensar en un quinto partido mundialista.
En una buena eliminatoria.
En un lúcido partido que logre rescatar un torneo de enorme mediocridad.
En una buena jugada que logre corregir un infumable juego.
Los directivos, dueños y también los jugadores nacionales piensan y viven de instantes como lo es una buena liguilla (que en sí misma resulta un momento aparte con respecto de la campaña regular) tras un torneo encargado de premiar la franca medianía. En el argot del medio, el llegar en un "buen momento futbolístico" puede hacer campeón a un equipo que apenas unos meses antes peleaba por no descender de categoría. La continuidad no significa nada para nadie. Dos torneos. Dos liguillas. Dos playeras (local y visitante). Dos abonos para acudir al estadio. Dos campeones. Año tras año.
La Federación Mexicana de Futbol propicia rachas y vende promesas del futuro inmediato tanto a nivel local como a nivel selección; los aficionados las compran al tiempo que su mente vuela pensando en la siguiente eliminatoria, el próximo encuentro, el torneo que viene. En sentido opuesto, una mala seguidilla de partidos o un pésimo juego, al ser en sí mismo objetivo y fin se lee, evalúa e interpreta como una debacle, una catástrofe, como el punto de quiebre para modificar una plantilla o remover a un entrenador. Sir Alex Ferguson el ex-entrenador del Manchester United, mismo que llevó a Javier Hernández a aquél equipo inglés, duró 27 años dirigiendo desde el mismo banquillo. Seis meses para cualquier técnico en México parecen una eternidad.
Lamentablemente, nuestro futbol vive de a ratos. Individualmente ha avanzado sin duda alguna, ahí están Rafael Márquez, Andrés Guardado, Héctor Herrera, Miguel Layún y muchos otros, ya no es sólo el gran, el mítico e inigualable Hugo. Pero eso se debe más a la ambición y/o competencias personales. En lo colectivo sigue parado dónde se encontraba hace veinte años y dónde estará en otros tantos. Convergen en nuestro país la infraestructura y una enorme afición dispuesta a seguir, comprar y apoyar, pero a falta de metas y objetivos, de proyectos de mediano y largo plazo concretos, seguiremos contentándonos con esos «instantes de efímera alegría» como decía Tennesse Williams:
Con la volea de Negrete en 1986, con el agónico gol de Borja frente al conjunto galo en el 66, con el inverosímil remate de Cuauhtémoc en Francia 98 a pase de Ramón Ramírez. Momentos y nada más.
Nos leemos en dos semanas.
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