Historia de un asesino: Gumaro De Dios

La ciudad de Playa del Carmen, en el estado de Quintana Roo, lucía sombría la mañana del 14 de diciembre del año 2004.

20 de marzo, 2018

La ciudad de Playa del Carmen, en el estado de Quintana Roo, lucía sombría la mañana del 14 de diciembre del año 2004. El cielo estaba nublado y el ambiente se hallaba impregnado con una notoria sensación de inminente tormenta.

Algunos kilómetros al norte, o para ser más precisos, aproximadamente a unos cien metros del kilómetro 216 de la Carretera Chetumal-Playa del Carmen, perdido entre la inmensidad de los manglares que circundan la zona, bajo las hojas de palma que cubrían una desvencijada palapa que en otros tiempos había pertenecido a una empresa inmobiliaria encargada de comercializar los lotes del fraccionamiento Residencial La Gloria, ahora abandonada, dormitaba Gumaro de Dios Arias tras haber disfrutado la noche anterior de una copiosa comida y una también abundante dosis de marihuana e inhalantes. Los restos de aquel “festín”, algunas cebollas medio rancias, chiles habaneros, unos cuantos limones secos y un paquete de tortillas MASECA, junto con los trozos de carne y vísceras que se encontraban en la improvisada parrilla sostenida por dos bloques de cemento atraían a una multitud de moscas que formando oscuras nubes, zumbaban con ferocidad. También estaban ahí algunos frascos de thinner, una maltrecha hielera con algunas cervezas en su interior, así como los restos de lo que parecía ser una sopa contenida en una olla de aluminio.

Eran las 7:40 a.m. cuando Alejandro Díaz, agente de la Policía Municipal de Playa del Carmen llegó ahí, acompañado de otros siete integrantes del Grupo Jabalí. Unas horas después estallaría el escándalo noticioso en los principales medios impresos y digitales del sudeste mexicano, replicándose a nivel nacional durante los días posteriores. No existió ese fin de año mayor curiosidad malsana que aquella nota.

Los datos que obran en el expediente ministerial Xel-Ha Dehesa son de los pocos comprobables que existen con relación a Gumaro: originario del municipio de Cárdenas, Tabasco, nacido el 7 de abril de 1978, hijo de Candelario De Dios y de Ana Arias. Uno de los 11 hermanos, de ascendencia chontal, producto de aquél matrimonio. Había cursado parte de la escuela secundaria, sin concluirla y había pertenecido al ejército (57° Batallón de Infantería, con sede en Cárdenas) posteriormente desertado y que se encontraba rindiendo declaración acusado de homicidio calificado. Todo lo demás parece menos claro. La víctima de aquel crimen, mencionada en los documentos oficiales con el sobrenombre de “El Compinche o El Guacho” es, como muchas otras cosas en la vida de Gumaro De Dios, un misterio. Se supo en voz del mismo De Dios Arias que a éste lo había conocido en El Petén, pueblo limítrofe entre México y Belice, que realizaba esporádicos trabajos de albañilería (considerando que sus actividades prioritarias consistían en el robo a turistas y a casas cercanas, así como la prostitución ocasional) que juntos disfrutaban de largas sesiones de alcohol, marihuana e inhalantes, que se habían vuelto amigos y después amantes y que fue una discusión sobre dinero ($500 pesos según sus primeras declaraciones) lo que propició el crimen. Supuestamente era también un desertor del ejército (del Batallón 31° de Infantería), supuestamente había decidido dejar la vida castrense tras robarse un arma y supuestamente tenía tatuado el nombre de una mujer en su pierna derecha. Supuestamente porque ninguna de estas aseveraciones pudo ser confirmada.  Del “Pelón”, apodo con el que Gumaro le denominaba mismo que provenía de su abundante cabellera, siendo aquél otro de “El Compinche” una ocurrencia de las unidades policiales para rellenar las múltiples fojas declaratorias, resulta notorio que nadie reclamó su cadáver (o lo que quedaba de éste) y fue enterrado en la fosa común. En su acta de defunción carece de nombre. La víctima sin rostro, en cuya vida el simple apodo de “Pelón” basta y sobra, dejó este mundo sin rastro alguno que seguir. Ningún albañil supo con certeza algo sobre él en ninguna de las obras en construcción cercanas a El Petén y Playa del Carmen, como si aquel hombre no hubiera existido más que en la mente de Gumaro y en los documentos policiales. El “Pelón” ni siquiera pudo conservar su mote a la hora de que los agentes ministeriales redactaran las causas y circunstancias de su deceso.

Alejandro Díaz entró en aquella palapa y vio a un hombre dormido, resollando sobre un camastro de plástico. Tenía abrazado a un desarticulado cadáver desnudo. Como jefe del grupo, pateó a Gumaro para despertarlo y le ordenó, tratando de recuperarse de la sorpresa: “Párate cabrón, ¿ya viste lo que hiciste?” al tiempo que los demás agentes lo encañonaban y esposaban; De Dios Arias, tras responder con parsimonioso desdén: “Si ya sé, lo maté..”, les soltó una narración medio articulada de lo que había pasado y hablaba del muerto sin ninguna emoción especial. La carne y las vísceras que ahí se encontraron eran en realidad varias de las costillas guisadas del “Pelón” y parte de un riñón, sobre la parrilla estaba su corazón a medio cocer y a un lado estaba el grueso cable industrial de luz color negro, sanguinolento, con el que Gumaro había golpeado su cabeza (después usó un block de cemento) hasta matarlo. El informe número 3928 que preparó Díaz después de fumar hasta que le raspara la garganta, dice más o menos así: “El tiempo había hecho su parte pudriendo el cadáver, que presentaba una rajada desde el pecho hasta el abdomen. Los órganos ya no existían porque Gumaro los preparó en un guisado; habían sido arrancados unos 25 centímetros de pierna y el hueso estaba a la intemperie. El cráneo fue reventado y las muñecas y tobillos presentaban escoriaciones (..)”

El mismo Gumaro le relató tiempo después el incidente a Alejandro Almazán, periodista y biógrafo que tuvo la oportunidad de entrevistarlo en repetidas ocasiones, de la siguiente manera: “Después del block que le estrellé en la cabeza ya no respondió. Se desangró el bato. Así lo tuve esa noche. Luego lo bajé y me dormí con él. Le di muchos pulmonazos al tintán (thinner) y fumé mucha motita. Ya en la noche fue cuando se me ocurrió comérmelo. Busqué una espátula y con eso le raspé la panza. Ahí fue que me dio un canibalismo. ¿Te fijas? Ya estoy agarrando la viada: Me dio un canibalismo. Entonces lo descuarticé más para que le saliera la grasita y hacerme un caldito. Mientras se vaciaba, le corté un pedazo de pierna y lo puse a cocer. Hice unas tortillas y quise comerme el trozo, pero estaba muy correoso. Ese día ya no pude dormir bien. Hasta el otro día, cuando fui a comprar chiles, limones y cebollas, pude comerme la pierna y unas costillas que le arranqué. Yo dije al principio que sabía a borrego, pero ‘ora creo que el humano sabe a pollo. La bronca fue que los nervios ya me hablaban mucho y mejor me drogué para calmarme. Por eso me quedé dormido junto al finado. Cuando desperté, me había caído la voladora. Y aquí estoy, preso.”

– ¿De dónde sacaste tanta violencia?

No sé, por eso necesito un doctor que vea mi cabeza, pa’ que él sepa lo que me afecta.

Tras su detención aquel diciembre del año 2004, De Dios permaneció recluido en la cárcel municipal de Playa del Carmen (una desvencijada construcción de poco más de una hectárea) donde logró mantenerse a salvo de la crueldad de los numerosos sicarios, homicidas y violadores que ahí pululan, habiendo obtenido de entrada lo más valioso que existe en aquel inframundo penitenciario: el respeto. A fin de cuentas, De Dios estaba ligado a un mote que nunca le abandonaría y le causaba cierta autocomplacencia, cierta “importancia” de la que toda su vida había carecido, mismo que utilizaba cuando saludaba a los periodistas ocasionales y a otros miembros del staff penitenciario que se encontraban ante su presencia: “Hola, yo soy EL CANÍBAL”. Medicado y teniendo ese mundo lleno de sonidos y visiones, recuerdos terribles y constantes alucinaciones parcialmente contenido, Gumaro pavoneaba con fingida altanería sus 80 kilos y sus 1.65 metros en aquella diminuta prisión, mientras se realizaban los peritajes y análisis psiquiátricos que le permitirían al juez del caso determinar su futuro. 

“Yo no creo que Gumaro lo haya matado solito. Se lo he dicho a mis hermanas y ellas me dicen: Pero ya lo confesó. ´Tonces me entra una angustia porque algo me dice que yo tengo la verdad. Gumaro no pudo solo. Se me figura que eran muchos y mi hermano, por tonto, pagó toda la culpa. Si hasta le pregunté: Gumaro, dime si había más gentes contigo. Y dijo que no se acordaba, que estaba muy mareado como pa´entender todos los pensamientos. Se me hace que le inventaron la muerte y Gumaro se la creyó porque está mal de la cabeza. ¿Lo de comérselo? Pos tampoco lo creo capaz. Las gentes no son pa´masticar, pa´eso están los animales”, diría su hermana Rosa De Dios Arias tiempo después, refiriéndose al crimen.

A través del tiempo, Gumaro De Dios mostró en repetidas ocasiones una notoria avidez para comunicarse, aún y cuando sus relatos se torcieran y retorcieran en múltiples inflexiones y laberintos, mismos que reflejaban una vida permanente alejada de la dulzura, del más mínimo sosiego; habló de La Azucena, esa terregosa ranchería tabasqueña repleta de casas de paja y madera donde había nacido; de su familia, marginada y numerosa, aunque cercana (“trabajadora y temerosa de Dios”, diría Rosa) de una infancia indefensa, descalza y pobre, interrumpida por el abuso sexual cometido por uno de sus tíos (de nombre Antonio) cuando éste contaba con seis o siete años de edad, volviéndose retraído y ausente. Gumaro habló también de su ingreso (a petición de su padre) y deserción del ejército; de su posterior desenfreno a causa de su adicción a los estupefacientes desarrollada durante aquel período castrense (“Me gustaba la motita, el perico y el chemo”, recordó el propio Gumaro en su declaración ministerial). Habló de notorios episodios de zoofilia (“Era una yegua blanca. Creí que era una gabacha (estadounidense) que me quería mucho y con quien iba a tener hijos. Aluciné muy cabrón. Hasta pensé que nos habíamos casado, con todo y fiestón”) del abuso a una monja y un asesinato previo. Habló de su viaje hasta la localidad de El Petén donde conoce al “Pelón” y también a un brujo o chamán (El Sabio) que vivía en la colonia Las Flores con quien pacta tres asesinatos a cambio de dinero, hombres y mujeres (“Los brujos existen. Allá en mi pueblo hay muchos y son muy buenos. Si quieren hacerle daño a alguien, lo hacen hasta matarlo; les envenenan el aire, la vida la ponen dificultosa. Y he visto a otros que se vuelven ricos de volada, porque el brujo los ayuda con hierbas y amuletos.”) el cual tampoco pudo ser localizado. Habló de su estancia en Playa del Carmen, de una vida de intervalos en la cual convergen la mendicidad, la albañilería y los excesos. Dijo también que en las noches la oscuridad le picaba entre los párpados y escuchaba una tromba ensordecedora de incesantes lloriqueos.

En octubre de 2006 un notorio desabasto farmacológico empezó a hacerse notar en Mérida, de modo que cuando la Risperidona (un miligramo diario de solución oral, para ayudarle a apaciguar la esquizofrenia, los delirios y las alucinaciones) dejó de llegar a aquel diminuto centro de reclusión, Gumaro se cercenó parte de la oreja izquierda y procedió a comérsela (“El viento me lo ordenó, aunque extrañaba probar la carne humana. Yo tengo el sabor más dulce, no como “El Pelón”, que era salado”). También amenazó al cocinero en jefe de aquel lugar. Para alivio del director de la cárcel municipal de Playa del Carmen, José Luis Hernández, poco después de dichos incidentes el juez penal de Solidaridad Abraham Loeza Ortiz, a cargo del expediente 362/2004 apoyándose en los exámenes realizados, argumentó que Gumaro no era un delincuente sino alguien que sufría esquizofrenia paranoide, trastorno psicótico inducido por las drogas así como psicosis tóxica con modelo esquizofrénico, dado lo cual su destino debía ser el Centro Federal de Rehabilitación Psicosocial ubicado en Ciudad Ayala, Morelos donde recibiría atención psiquiátrica.

Neta que hasta que se me bajó la loquera entendí que había matado a un bato, compa. ¡Fíjate lo que hice! Maté a un güey y me lo comí. Que pendejo. Chingué mi vida. Pero ni pedo, los muertos, muertos están y ya ni llorar es bueno. Creo que de nadien es la culpa que esté medio loco.  

Para finales del año 2007, casi tres años después del crimen, mientras Gumaro se encontraba en aquel hospital-cárcel, las noticias que trataban acerca del Caníbal de Playa del Carmen se habían apagado de manera tan súbita como habían emergido. La “nota roja” nacional había encontrado un nuevo protagonista: José Luis Calva Zepeda, El Caníbal de la Guerrero o El Poeta Caníbal, como lo bautizaron los medios. En total contraposición con respecto a De Dios Arias, la vida del otro supuesto antropófago mexicano (mismo que tanto de caníbal como de poeta no poseía más que tibias insinuaciones) se había desarrollado en un ambiente urbano, había procreado dos hijos, vivía en la Ciudad de México y se vanagloriaba de sus cuestionables dotes literarios. Además de varios cuadernos que fueron hallados en su departamento (junto con el cuerpo desmembrado de una de sus víctimas) se encontraron también algunos folletos y una novela inconclusa titulada “Instintos caníbales” cuyas páginas, por cierto, el autor se tomó licencia de prologar: “Cuando surgen las intrigas…Cuando vuelven las evocaciones…Cuando la pasión se convierte en ira…Cuando la venganza se torna en obsesión…Surgen los instintos caníbales”. El 11 de diciembre de aquel mismo año y recluido en su celda del Reclusorio Oriente, la vida de Calva Zepeda llegó a su fin, en circunstancias sospechosas. La historia del Caníbal tabasqueño (rural, iletrada, errática y no menos trágica) ahora lejos del escrutinio público, habría de prolongarse aún durante cuatro largos años, apagándose de a poco, primero en Morelos y después en los infernales y deprimentes pasillos del CERESO de Chetumal. Almazán toma nota de una de sus últimas conversaciones: Y su voz es áspera, arrastra las vocales, seguramente por el desuso, pues ningún reo de esta cárcel le dirige la palabra, aun cuando muchos de los prisioneros son, hasta la raíz de los cabellos, tan homicidas como Gumaro. Su cara está reventada por las cicatrices de la viruela. Sus dientes, manchados por la nicotina, son macizos como las brocas. En sus ojos, de negro intenso, redondos como los de un mono, el tiempo se extravía; mira con una elocuencia tan profunda que parece fijar la vista en uno para siempre.

Dicen que me voy a morir…Todo se paga en la vida, creo que dice la Biblia.

A Gumaro se le atoraron las palabras. No lloró, pero en aquel silencio de luto entendí que, si alguna vez fue o quiso ser un monstruo, ahora era uno de papel. Un muñeco del teatro guiñol arrumbado al olvido. Una sombra que se cuarteaba.

– ¿Y qué te impulsó a comerte al “Pelón”?

No sé. Como que fue una idea de que sus poderes se me pasarían.

– ¿Cuáles poderes?

Es que él era bien chingón para pegar el tabique y yo quería ser el rey de los albañiles, de la cuchara, ¿entiendes?

La muerte para Gumaro llegó de madrugada, tras una dolorosa agonía. En un día soleado como otros tantos hay en el sudeste mexicano, a aquél conjunto de casas de paja cimentadas de cualquier manera donde las mujeres arrancan los piojos a niños enjutos con la panza inflada desde tiempos inmemoriales, donde los ancianos tabacosos han visto pasar los años en ensueños distantes, ahí en la interminable selva tropical, siempre verde y siempre indomable, que se prolonga más allá de dónde puede posarse la vista, en la cual el calor empapa la camisa e impregna la piel, conocido como La Azucena Cuarta Sección, fue a donde llegó el cuerpo de Gumaro de Dios Arias para ser sepultado el 13 de septiembre del año 2012. Justo al mismo lugar dónde aquella historia, cruel para leer y aún más para vivirla, había comenzado a gestarse 34 años atrás.

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