Suman cuatros años de esta transición en turno de gobierno; también la suma del dispendio suma y la cifra no es menor. Recientemente se dieron a conocer las pérdidas acumuladas de Pemex y CFE y tan solo en su operación, estas dos entidades han perdido 850,000 millones de pesos desde la llegada al poder de esta supuesta transformación. Podemos abundar en mayores datos, para conformar un derroche de 4.7 billones de pesos, considerando la cancelación del NAIM en Texcoco y las obras insignia que no operan, no han sido terminadas y a dos años de que concluya esta gestión, realmente no se contempla un futuro halagador.
En las empresas y en finanzas corporativas desde luego ocurren malas inversiones, como en toda entidad en la que el riesgo está presente; el tratamiento de estas malas decisiones se “carga a resultados” significando esto, que las utilidades algún día absorberán las pérdidas derivadas de un mal movimiento. Este paso parece sencillo en la medida en que una inversión se desecha de origen o en marcha; simplemente son decisiones ejecutivas y consensuadas, pero la sencillez no estriba en la decisión en sí, realmente descansa en la progresión del fin último de la empresa o agente productivo: las utilidades. Para una consideración de esta naturaleza, desde luego se estudiaron posibilidades de recuperación, iniciando por el descuento de los flujos de efectivo a un costo promedio del capital y a través de técnicas de valuación del valor presente o actual, la decisión de cancelar o abandonar un proyecto obedece a falta de rentabilidad.
Tal vez el esquema anteriormente planteado sea más complejo, como la incidencia de mercados, competencia de mayor calidad y muchos otros considerandos, pero en esencia la decisión toral es financiera. Nuevamente planteamos el punto crucial de toda inversión: el riesgo. Sin riesgo, básicamente no hay empresa. Esta consideración podría ser la pauta a seguir en el reclamo a una administración pública que nunca debió incursionar en proyectos no rentables, pero la consideración más relevante es que nunca debió intentar la creación de una sola empresa. Las primeras líneas mencionan las pérdidas de las dos empresas emblemáticas del Estado mexicano. Desde el inicio de esta transición ya conocíamos estos resultados. ¿Por qué no son novedosos y no sorprenden?
Responder a esta pregunta tal vez sería necesario un análisis detallado de la operación de ambas entidades y de ello derivaríamos conclusiones un tanto mejor orientadas al considerar la relación ingreso-costo, dejando intencionalmente de lado la herencia de vicios y otras imperfecciones naturales de empresas estatales como sindicatos y prestaciones. Aún así, persiste la ocurrencia de pérdidas en la simple operación. Entonces debemos concentrar nuestra atención en el modelo que esta transición instaló de origen con una sola mira: la autosuficiencia. La utopía de esta consigna no solamente es aberrante en su concepción de mercados participativos, es aberrante en lo financiero, por la simple razón de no contar con una base de capitalización propia.
Las empresas por principio son autónomas; si se rigen por administración por objetivos, la consejería juega un papel importante en la conformación de metas de plazo. Las empresas permanecen, los gobiernos son tránsito de participación como simple coadyuvante en la producción y el desarrollo. En los casos de Pemex y CFE, la consejería es gubernamental y por tanto, no obedece a los más elementales principios de independencia. En realidad este círculo viciado de origen, no contribuye en las ramas de verdadera especialidad requerida. La consejería no reúne especialistas, reúne puntos afines al gobierno en turno. El simple trámite de consejos de administración es mera secuencia contemplativa del poder en turno.
Ahora vayamos al punto medular: la operación. Es imposible consolidar una operación centralista con tintes de prerrogativa monopólica. De hecho, el modelo adoptado por esta gestión en franca demagogia, sitúa un lenguaje confuso en la persecución real de metas exploratorias y metas productivas con una cobertura de mercado inexistente. Al decir inexistente, en el caso de Pemex, no se acierta a la consideración de futuro en el abasto de gasolinas, toda vez que la producción de barriles no llega al millón seiscientos mil ni con la puesta en marcha de seis refinerías que tienen un atraso tecnológico de cincuenta años. Para un auto abasto, innecesario por cierto, se requieren más de dos millones ochocientos mil, si se refina crudo mexicano con éxito, siendo pesado y no apto para refinación en su gran potencial real.
Las pérdidas de Pemex, en este afán simplista, se explican sin mayores observaciones; la refinación no es negocio. Se ha apuntado, en espacios anteriores, que Pemex ha perdido su patrimonio dos veces y media. Reuniendo todos sus activos, necesitaría una vez y media más para hacer frente a todos sus pasivos. Esa es la realidad petrolera de México. El caso de CFE es más complejo por los despachos de energía en diversas modalidades, pero en esencia, la empresa está siendo forzada al abasto cautivo con necesidades de capitalización fuera de su alcance. No olvidemos que estamos en medio de controversias que no significan otra cosa que violaciones al T-MEC por parte de la empresa del gobierno mexicano, por simple afán de retar capítulos de concesión privada, que chocan con las metas de economía cerrada de esta transición.
Así las cosas, no tardarán los paneles que alojan las controversias y podemos anticipar una situación de pérdida para el país si se instala el arbitraje como fórmula sancionadora. La corrección por parte de esta transición desde luego no vendrá. Simplemente no existe el modelo y la ruta de acomodo de la economía. De tal suerte, que el camino de las pérdidas se seguirá acentuando y la deuda se tornará en un espectro inmanejable. Perder, perder ante esta tesitura populista impresentable, indisciplinada y abstrusa. Sin remedio.
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