El presidente ha insistido en diversas ocasiones, en tanto el tema sea la economía, que se está atendiendo la base o las bases de la sociedad, ejemplificando, como lo amplió al Grupo llamado G 20, en una pirámide que el mundo contempla como derrama desde la cúspide, en tanto la visión del presidente insiste en la base. La derrama en la que el mundo sitúa la recuperación de la economía inicia con la inversión no paralizada de agentes económicos; esto es, cadenas productivas que simplemente disminuyeron su actividad durante la pandemia.
La parálisis referida dista mucho de una reactivación de economías que detuvieron una gran mayoría de los factores de producción, como es el caso de México. Las economías progresistas hicieron un esfuerzo loable en materia fiscal y de crédito para apoyar los mínimos de producción. Reactivar una cadena sin partir de cero es una tarea de estrategia participativa de gobierno y empresas. No olvidemos que el ciclo incluye desde materia prima hasta conjugar los correspondientes agregados de mano de obra y costos.
En México no existió ningún esfuerzo gubernamental para incentivar la conservación del abasto, por tanto, la reactivación de las cadenas de producción se dará en la medida del tamaño de las empresas y de la captura de mercados cautivos tanto en productos como en servicios. El factor empleo se reanuda desde luego, pero la base de reactivación jamás compensará la pérdida de ese valor agregado. El efecto multiplicador de cualquier crisis no retorna en la misma medida, sin importar las prerrogativas que se extiendan al sector productivo.
Las cifras recientes muestran un cierre permanente de más de un millón de empresas, las más, pequeñas y medianas. El efecto recesivo ya existía antes de la pandemia, la caída del producto y reducido a un factor negativo ya mostraba un estanco en la producción. El desempleo ya caía a niveles preocupantes, pero nunca como los empleos perdidos en los últimos meses. La pérdida de empleos formales se ubica en 2.9 millones. Esta situación es trágica porque refleja una baja en el poder adquisitivo, daña la demanda interna de la nación al existir preferencias de consumo apremiante y obedeciendo a las reglas inequívocas de la elasticidad de la demanda.
Precio por cantidad demandada afecta una corriente inflacionaria de productos de primera necesidad y la canasta básica en los hogares. Este fenómeno altera la producción manufacturera al favorecer perecederos. Al situar este esquema en el mapa de la nación, obtendremos un mayor desarrollo en zonas industriales y menor en zonas agrícolas, pero el efecto se revierte por las intensidades de mano de obra y capital si consideramos excedentes para exportación. Al final de este dilema, el verdadero valor agregado que pierde competitividad y representatividad es la mano de obra, el empleo.
Este efecto ya invade la nación. La mano de obra especializada pierde terreno por día y el acomodo de la inversión no llega con la oportunidad debida y necesaria. Este es el terreno en el que se cruzan las oportunidades de inversión como el costo de oportunidad en nichos de mercado y las políticas públicas. El gobierno en turno hace caso omiso de las tareas representativas de la inversión, incluida la extranjera directa, para situar, por encima de las prioridades de la nación, obras monumentales innecesarias. Lo anterior pudiera ser tolerado si el gasto público separara conceptos de inversión en infraestructura, pero no lo hace.
La reorientación del gasto corriente que ha sostenido una intervención en fases de corto plazo de capitalización de la petrolera, ha destinado partidas a fondos perdidos e irrecuperables al grado de ignorar pérdidas patrimoniales de los mexicanos, pretendiendo que fueran pérdidas de operación. Es preciso insistir en esto e informar a la nación la situación real de PEMEX: la empresa ha perdido su patrimonio, esto incluye capital y activos por más de una vez. Su estado es de total insolvencia. Si vendiera el total de sus pertenencias no alcanzaría a cubrir el total de sus pasivos y quedaría un remanente a cargo de los mexicanos, por más del 30% de sus obligaciones. Esto debería constituir una voz de alerta para todos los habitantes del país. Debe añadirse que carece de un plan de negocios de plazo, porque la refinación no lo es.
Ahora veamos lo que hace esta administración, o mejor expresado, lo que ha dejado de hacer: al recortar partidas presupuestales pretextando austeridad, lo que se logró fue un Estado menos eficiente y un descuido del contrato social. Más allá de la eficiencia perdida y del recorte de miles de plazas, se liquidaron o extinguieron lazos importantes de conexión con la sociedad en diversos ámbitos, necesarios todos, con el único objetivo de centralizar la cuenta pública. Esta centralización ha lastimado capítulos trascendentes de la vida nacional al tiempo de dispersar recursos de manera desordenada y sin padrón ni programa, llamándole asistencia a la captura de voluntades.
El presidente mismo no ha ignorado esta función y la ha llamado dispersión. Sus cuentas se centran en la suma aritmética de hogares y no en la cuenta de valores que añaden al producto. Naturalmente, la dispersión se ha tornado en dispendio y el retorno de la inversión es nulo porque ignora los fundamentos de creación de riqueza en economía. Esta es la base a la que alude el presidente, el cimiento de absolutamente nada. No se crea nada porque nada se recupera. En la imaginaria del presidente, la base es el estímulo del consumo y en esa imaginaria construye una sociedad que emula lo jamás poseído por lo obtenible en esa fase perentoria que él crea, para alcanzar bienestar.
El lector puede imaginar lo aberrante de esta suposición y si no lo imagina, lo invito a asomarse a los números que ha arrojado esta política de dádiva. También lo invitaría a repasar cualquier nómina de cualquier tamaño de empresa y revisar las obligaciones inherentes al que brinda un empleo formal. Eso explica todo.
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