Hablar de finanzas sanas en esta época distancia a las naciones que crecen a pesar de las condiciones globales en donde existe inflación, conflictos bélicos y una cierta animosidad en el traspaso de fronteras más allá de tratados y organizaciones de cobertura y protección civil; el armamento cobra inusitada inquietud en ese ámbito territorial que se antojaba definido de tiempo atrás. Así las cosas, los bloques formados en los tiempos de paz o al menos paz ordenada por supremacía o hegemonía, son puestos a prueba una vez más y cada vez con mayores consecuencias de globalidad que abandona toda idea de la regionalidad de otros días, como el Oriente Medio en los años sesenta.
La apertura de fronteras vive su máxima expresión ante la disyuntiva de alianzas en una Unión Europea que puja el terreno comercial y la Organización del Atlántico Norte que revive supuestos años desterrados en el enfrentamiento. Las fuerzas de la razón enfrentan otra irrupción derivada de un ejercicio pretendidamente erradicado, al menos en las potencias, sin descontar el aislado en dos o tres rincones de la tierra, desde Corea del Norte hasta Cuba. Así, surge un capítulo que desafía el orden pero no impone uno nuevo, simplemente lo acomoda a la circunstancia que merece atención y prioridad.
Es en ese orden de ideas en donde centramos nuestra atención, porque las naciones desarrolladas han recogido todo tipo de infamia en sus historias y han aprendido que la convivencia trasciende el simple intercambio, trasciende la libertad de fronteras traspasables y que la retención de los valores es intercambiable cuando existen respeto y reglas claras. Las naciones emergentes o en proceso de desarrollo aún conservan banderas falsas en un nacionalismo cautivo como fórmula de imposición de criterio de convivencia y no de libertad de creencia y expresión.
Ha tomado un curso de siglos el convencimiento de adaptar el desarrollo al crecimiento y ha tomado buena parte de fracasos tratar modelos de integración sin la fórmula de la economía como rectora esencial para crecer y multiplicar los recursos antes de pensar en la convicción filosófica de pertenencia como único camino en la formación de nación. El nacionalismo existe sin la necesidad de la inducción de una frontera demarcada con líneas de exclusividad.
Si revisamos la pauta trascendental en naciones prósperas, notaremos cierto desprendimiento de captura física de bienes y servicios y cierto orgullo en la convicción de ampliar márgenes de expansión e influencia. Dejando a un lado la fase imperial extinta ahora, la calificación de naciones se basa en la penetración de otras fronteras y mercados; la corriente multinacional ha mostrado que la diversificación no anula riesgos pero los hace menores. El mundo abandonó desde hace tiempo el intento por error y lo suplantó con tecnología y especialización. No existe mayor logro en materia comercial que el reconocimiento de ventajas comparativas.
Los tiempos mencionados, México los incorporó con éxito desde 1994 con el Tratado de Libre Comercio. La ruta de la especialización abarcaba todos los órdenes; se incluían reservas no probadas en la posible extracción del subsuelo, de los mares también. Se rendía culto al futuro cifrado en una globalidad probada; se retenía en los valores nacionales la presencia en mercados jamás soñados y se alzaba un ufano sentimiento mexicano que compartía desde artesanía hasta cultura y arte en rincones de la tierra otrora distantes e inalcanzables.
Pero llegó una inefable distracción auto referida por sus patrocinadores como transformación para quitar de en medio los esfuerzos y conquistas y sembrar semillas de discordia y enfrentamiento, para dividir un pensamiento progresista de uno anquilosado en un pasado rencoroso y retributivo de una sola facción. Se instaló un discurso que progresivamente se opaca en la frustración y en la nula gestión de gobierno. Se topan los eufemismos y la simulación con la realidad; se confunden metas de gobierno con insultantes réplicas de supuestas facilidades a una ciudadanía expectante y pasmada que contempla un error tras otro.
La siembra de programas alternos ya no confunde como posiblemente lo hiciera al inicio de la transición tres años atrás. Pudieron sembrarse las formas pero no los resultados; el léxico incluyente dejó de serlo en la calificación de la pobreza, de la salud, de las relaciones con el exterior. Los rubros desatendidos se multiplicaron y la vorágine del dispendio jamás interrumpió su desenfreno hasta abarcar el del endeudamiento, compromisos generacionales que enmarcarán un futuro acotado. Vino la consecuencia: la contracción del país en su movilidad financiera, el estanco en la producción.
La arrogancia y desparpajo en el gasto secó las arcas y las reservas. La ceguera interna jamás se preocupó por el asomo del mundo y de la transición en turno el asomo al mundo. Las cifras ahora son una verdadera calígine que desafía toda disciplina y orden económicos. Los equilibrios del ahorro y la inversión para retar la primera en una austeridad inventada y la segunda en una captura del gasto corriente para nunca concluir obra pública. El retroceso doctrinario enseñó sus verdaderas fauces en la regresión a la autosuficiencia y en el monopolio, en la captura de un centralismo perverso y desfasado.
El discurso, atemperado ahora por la sociedad y la ciudadanía, sigue inflamado pero no por la falsedad de su guía, por la venganza y el revanchismo. La frustración del gobernante ya no controla las formas, pero las formas se recogen en la estoicidad firme de la sociedad y la oposición despierta a los recientes triunfos. Los agentes productivos hacen lo suyo, las instituciones mantienen su fortaleza ante el embate. La reacción no es tardía, está en su momento y en su oportunidad. Si algo se ha trastocado son las bases para crecer; el mensaje es de ruindad y de despojo. La invitación al capital y la inversión la hace la economía institucional y la empresa, pilar incólume saturado de talento. No existe un crecimiento sojuzgado, existe un crecimiento amenazado por las formas y el discurso de gobierno.
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