2025 inició con un presupuesto que supera los ocho billones de pesos, con una deuda adicional, herencia de un sexenio de creatividad a la inversa, de siete billones. Después de un dispendio brutal, de gasto que no puede calificarse de inversión pública, por más que intenten llamarla de este modo, no existe infraestructura que debería ser demanda de agentes productivos, de modo que el dispendio no es coadyuvante del crecimiento. La economía no puede crecer sin una acción que en paralelo atienda demanda de infraestructura, demanda de certeza jurídica, pero sobre todo, se concrete un pronunciamiento asertivo y convincente para la función productiva. No lo hay. No se diluye el discurso disperso y confuso en materia económica en un acontecer cotidiano que desvía la atención de lo primordial y bordea o merodea la verdadera esencia del fracaso que nadie menciona. Tenemos una economía fracasada que no se encara. La economía mexicana está estancada, la producción se encuentra en franco rezago, la inercia que no pierde contundencia en la banca y el comercio no basta para aminorar el enfrentamiento doctrinal que esconde un gobierno que simula adhesión en el discurso y emula una acción contraria, herencia de un pasado reciente, rencoroso y perverso.
Imposible evocar paralelismo en la acción gubernamental que desarrolló la nación en décadas de formación de capital, décadas que mostraron las bondades de las economías abiertas, décadas que sepultaron la sustitución de importaciones para integrar al país al mundo de las ventajas comparativas y la competencia. Se logró excelencia en la manufactura, en la cohesión de valores agregados, en la participación activa en el ahorro y en la captación de tesorerías de naciones y multinacionales que daban al mercado de dinero mexicano, confianza en diversos plazos, por el diferencial natural de tasas convenientes e inalterables. Evocar no resuelve, desde luego y al parecer, el modelo populista lo asume como ofensa grave y no solamente jamás lo secundaría como modelo viable de crecimiento y desarrollo, más bien lo arrolla y lo nomina en un léxico de desecho ancestral y equivocado, al confundir liberalismo económico con un neoliberalismo que simplemente no existe.
Enfrentar poderes tampoco resuelve; la distancia desde ese infortunado pronunciamiento del 2018 que en forma eufórica sobreponía el poder político al económico, no era exaltación del momento, era definición clara de contestación a una revancha acumulada de años, que asomaba desquitar una acumulación ficticia en la riqueza, ignorando la prerrogativa esencial en la renovación del capital como esencia dinámica en las economías progresistas. El esquema no era novedoso como tampoco lo es la construcción de un modelo social que arropa la dádiva como captura emocional y de sustento y al mismo tiempo pretende sembrar legado monumental en obra de renombre trascendental y perenne para una posteridad que rememore el paso de un pensamiento centralista y absolutista, un pensamiento que concentra todas las voluntades individuales y las interpreta en forma colectiva, para decidir formas de vida en precariedades de convencimiento y manutención.
La igualdad en el imaginario populista existe siempre y cuando la verticalidad del ingreso se derive de la interpretación del consumo; esto significa que las necesidades básicas se deciden desde la perspectiva de la cobertura esencial y mínima sin satisfactores innecesarios. Desear más allá de esa contemplación impuesta, es dar rienda suelta al poder económico, al integrarse al círculo del consumismo proscrito en la dádiva gubernamental. Entonces, para el populismo, el poder económico jamás podría tener visos de conciliación o avenimiento con el poder político. Eso debió quedar claro desde 2018 con la llegada de este modelo devastador.
Ignorar la clara confrontación del poder político con el poder económico nos ha llevado a una brecha de simulación en la que la banca y el empresariado, con la cautela debida y con la adhesión simulada también, adoptan una pasividad que concede al poder político ciertas prerrogativas que no conducen a nada constructivo y definitorio. Estamos inmersos en un sigiloso compás de espera en el que unos y otros se tientan con sutilezas, ignorando el costo de oportunidad que no espera. Las inversiones se van, las cancelaciones de reformas absurdas no llegan, el tiempo apremia en la calificación de la inversión, las finanzas públicas se ahogan en su propia doctrina del reparto y la dispersión de un tesoro que ya no existe. La deuda cubre el espectro de la ineptitud del gobierno y el reclamo se ahoga también en el abuso de esa prerrogativa incontestable de mayoría legislativa usurpada.
Viene la escena internacional y pone cierto orden, se acomodan ciertas circunstancias en una diplomacia que nada más impera de un lado, del lado de la Casa Blanca. De este lado, discurso cansado y repetitivo en una soberanía desgastada. Vienen aranceles a descomponer la inercia de la inversión y proyectos que recalculan su estructura de capital y su respectivo costo, todos los días, difícil marcha para una nación que crecía con reglas claras. Las reglas claras desaparecieron y pretenden revivir desde el escenario del norte, con tratados vigentes o con imposiciones; todavía no llega nada del todo, nada en forma contundente como para acomodar un escenario de verdadero crecimiento y reconocimiento de una economía abierta, que dicho sea de paso, no somos otra cosa.
Elecciones fraudulentas y calles están demostrando escenarios en los que la confusión del mensaje desde el podio de la mañana muestra un rostro de pasmo en la acción de gobierno. Si es bueno o malo, no es el punto de reflexión, el verdadero punto es la incongruencia del momento, en el que el acecho del norte no es a una doctrina, es a una corrección de rumbo y la prestancia pasiva a una herencia perversa está costando tanto al gobierno como a la sociedad, un recurso irreparable: tiempo. La sociedad hace su parte en el reclamo, en la denuncia, pero la presidencia se encuentra atrapada entre herencia por dictado y entre sometimiento presente en lo interno y en lo externo. El poder político se debilita y eso no significa que el poder económico fecunde el espacio, pero es aliento singular de mejores escenarios.
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