Así como hoy podemos enterarnos de lo que fue la Edad Media o el Renacimiento, conocer sus personajes más notables, los propósitos, luchas y tradiciones que prevalecieron en ese entonces, de igual manera, en uno o dos siglos, las generaciones futuras hablarán sobre la vida en tiempos del COVID-19. A estas alturas los que hemos atendido el “quédate en casa”, llevamos poco más de 130 días de encierro. Hemos vaciado closets y libreros un par de veces; aprendimos a cocinar platillos exóticos, a hacer bricolaje; hemos efectuado recorridos virtuales a museos y sitios turísticos, y quizás hasta hayamos comenzado a aprender holandés o griego. Ha sido un tiempo muy distinto al resto de nuestra vida; hoy el rasgo distintivo es la desaceleración. Sin embargo, en torno a esta holganza revolotean inquietudes que no pocas veces nos quitan el sueño y la calma: ¿Logrará algún día controlarse la pandemia? ¿Viviremos para verlo…?
Dentro de la amplia gama de eventos en línea que se vienen ofreciendo durante la contingencia, he aprovechado para revisar algunos contenidos de mi interés. En el curso de la semana pasada se transmitió la presentación del libro del escritor zacatecano Gonzalo Lizardo intitulado El grafópata o el mal de la escritura (Editorial Era). Acompañaron al autor Ana García Bergua y Luis Jorge Boone. La obra recién publicada contiene una serie de ensayos en los que Lizardo diserta sobre sus autores favoritos como lector, y el modo en que han influenciado su estilo de escribir. Encontré en la presentación cosas muy interesantes por conocer más a fondo, mismas que ya comencé a explorar.
En el primer capítulo, Lizardo se refiere al valor del libro a través de la historia. Habla sobre si es válido publicar un libro que no sea perfecto, de acuerdo con los cánones de la época en que se publica. Sus reflexiones parten del caso del que fue testigo fortuito: una estudiante de Letras de la UNAM en una plática de pasillo, hizo trizas a nuestros grandes autores latinoamericanos: Paz, Fuentes, Cortázar y Rulfo, por citar algunos. Después de escuchar los motivos que la chica externaba, concluyó que su incomodidad revelaba la falta de ese clic entre libro y lector. Lo comparó con la relación entre un par de zapatos y la persona que los utilizará. Si no tienen la mejor calidad, no proveerán a quien los calza de lo necesario para caminar, de la manera más cómoda, por los senderos de su circunstancia.
Encontré muy interesante dicho concepto, en particular en estos tiempos de encierro cuando recurrimos más que nunca a la palabra escrita. Muchos para abrevar de lo que otros escriben; otros para comunicar lo que se lleva dentro. Lo hacemos –leer o escribir—en busca de entender la realidad que vivimos, una realidad atemorizante, común a todos. Nos urge desenmarañar un entorno a ratos paradójico, a ratos incomprensible, pero siempre amenazador hacia nuestra persona y nuestros seres queridos. Aquí es donde entra el zapatero de Lizardo: habrá que buscar unos zapatos muy cómodos para andar. Aún más, si somos los que escribimos, tenemos frente a nosotros la responsabilidad social de hacerlo bien. La situación demanda no utilizar la palabra escrita como catártico nada más; tampoco lo es dar a conocer textos desaliñados, escritos desde la urgencia de nuestra desesperación. Sería como entregar unos zapatos mal terminados, que tras unos cuantos pasos, se desechen por incómodos. Todo lo anterior lo presenta Lizardo a partir de un texto muy ilustrativo de Arreola intitulado: “Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos”.
Hacer cada vez mejor lo que nos gusta hacer, es una consigna que vuelve la vida un reto muy interesante. Nos aleja de la terrible zona de confort, de suponer que no hay nada nuevo por descubrir, nada más por aprender.
Con relación a las ediciones impresas, es asombroso cómo la contingencia ha limitado la publicación de nuevos libros; las presentaciones en vivo y las ferias del libro. En la parte económica es evidente cuanto ha afectado a empresas grandes y pequeñas. Simplemente, la promoción que puedan hacer de un nuevo libro, como es el caso de El grafópata, no da los mismos resultados en línea que en vivo. Por otra parte, este alejamiento físico nos lleva como lectores a desintoxicarnos de lo que Lizardo llama “merolicos impresos” que prometen cumplir todos los sueños del lector potencial.
Tanto el escritor como el lector y los personajes son “yos” en movimiento. El escritor va evolucionando conforme escribe y se prepara para hacerlo cada vez mejor, por lo que el yo de sus primeras obras va dando lugar, con la experiencia, a un yo más evolucionado. El lector va cambiando conforme avanza en sus diversas lecturas. De igual manera, a través de la historia narrada, los personajes cambian. Cada uno conserva la singularidad que le es propia, pero los distintos conflictos de la historia provocarán en él un cambio. El personaje de principio de la historia es distinto al del final.
En lo que a la voz narrativa se refiere, Lizardo, cuando habla de las bibliotecas, nos indica de qué manera las lecturas que hemos realizado contribuyen a proporcionarnos una voz, que será tan universal como universal sea nuestra biblioteca. A partir de ese punto –acotación mía—se diferencian quienes escriben desde su zona de confort, o por catarsis, y quienes aspiran a avanzar en la artesanía que implica el oficio de escribir.
Hoy en día estamos muy necesitados de textos claros, bien escritos, que sirvan como acompañantes de nuestros temores. Textos que despejen dudas. Textos que infundan esperanzas. Textos que, como un par de zapatos de elevada calidad, faciliten nuestro andar por este azaroso 2020.
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