Se cumplió un año desde el inicio de la pandemia. Para algunos de nosotros ha sido un tiempo de confinamiento en el que hemos aprendido a reinventarnos dentro de casa. Para otros más, desde el otro lado de la barrera, ha sido enfrentar día a día el riesgo de contagiarse del mortal virus. Unos por absoluta necesidad, otros por imprudencia. A los que hoy quiero recordar, lo han hecho por amor a su profesión, a sus pacientes y a la humanidad. A ellos me permito honrar mediante la palabra escrita, erigir una animita con el lenguaje, un túmulo ceremonial en el camino, que sea blanco, muy blanco, adornado con flores multicolores de tonos llamativos para que nunca olvidemos lo que representan: vidas de hombres y mujeres que, atendiendo las palabras de Jesús, no dudaron en dar la vida por sus prójimos. Hoy quiero hablar de uno de ellos y hacer extensivo mi reconocimiento para todos los caídos en esta infausta lucha contra el virus, pero más que nada, una lucha contra la dolorosa indiferencia. La falta de empatía por la que tanta gente buena ha sucumbido en el cumplimiento de su sagrado deber.
El doctor Toribio Maldonado Cano fue un pediatra de excelencia, ampliamente reconocido por el gremio de su especialidad. Ocupó cargos en la Pediatría organizada de México. Por causa de su práctica profesional enfermó de COVID-19 y poco tiempo después, también su esposa Alessandra. Para ambos fue un largo y angustiante proceso, cuya bitácora compartió su hijo generosamente con el resto de la comunidad pediátrica mediante redes sociales: la saturación de oxígeno; los procedimientos médicos; las expresiones de esperanza del doctor por salir adelante; sus alentadoras mejorías y sus dolorosos desenlaces. Primero él, luego ella: ambos trascendieron a otra dimensión con pocas horas de diferencia, dejando un legado de lecciones de amor a la vida. Este pequeño memorial que comparto, lo redacté el día en que falleció el Doctor Toribio, cuya partida sentí en el alma. Descansen en paz él y su amada esposa Alessandra. Que sus enseñanzas de amor a la vida no se pierdan; que caigan en tierra fértil y fructifiquen.
MEMORIAL
Un compañero pediatra, de nombre Toribio Maldonado, acaba de morir esta mañana. No lo conocí en persona, o tal vez no lo recuerdo. Imagino que habremos coincidido alguna vez en uno de los congresos nacionales de la especialidad. ¡Ah, pero cómo duele su partida! Durante la estancia hospitalaria que tuvo a causa de COVID, su familia reseñó en redes sociales la evolución diaria, unas veces mejoraba, otras más se agravaba. Se hospitalizó también su esposa, lo que volvió doble la zozobra. No sé de qué manera la historia que ocurría de extremo a extremo del país, se me fue metiendo en el alma. Todos los días esperaba noticias de ellos, como si de mis familiares se tratara. Ayer había mejorado un poco, los pronósticos se ensombrecían para su esposa. Esta mañana la noticia fatal pasó zumbando a mi lado como ráfaga de viento helado; puso a temblar mis últimas esperanzas que, amarillas y secas, como hojas tardías, se habían aferrado a la rama en un postrero intento para no caer: “Toribio ha muerto”.
En un parpadeo se consume y se vuelve cenizas toda su vida. La herencia familiar que lo formó desde pequeño. Sus sueños de infancia y sus primeros amores. La ilusión que lo movió a ser médico. Cada desvelo estudiando la carrera. Cada renuncia que implicó completar su proyecto de ser pediatra.
No lo conocí, o no lo recuerdo. Quizá nos topamos en un pasillo alguna vez, o lo visualicé como parte de los personajes que ocupaban el presídium en algún congreso. No lo sé, pero me duele saber que tenía pocos años más que yo, y tenía una familia amada, igual que yo tengo… Como él mismo dijo en alguna comunicación por la red, a principios de su hospitalización, tenía muchas ganas de vivir, igual que yo. La diferencia tal vez, por la cual me siento hasta culpable, fue que actuamos de forma opuesta frente a la COVID. Su corazón lo llevó a amar su vocación y ejercerla, aún bajo condiciones de elevado riesgo. A mí me salvó el temor o el egoísmo, guarecida en la fortaleza infranqueable de mi hogar.
No le conocí, pero me duele, por su abierta generosidad frente a la indiferencia de tantos. Por la forma absurda de enfermarse y morir, cuando merecía salir adelante, vivir, disfrutar de un mañana claro.
Descanse en paz Toribio Maldonado. Han corrido en redes sociales incontables expresiones que hablan de la persona que fue, del profesionalismo con que vivió y del amor que tuvo para enfrentarlo todo. No me lo tendrían que haber dicho, lo sentí en mi corazón desde el principio.
Un amigo con quien compartí mi sentir me hizo llegar un archivo digital: “Toribio es el de traje claro” me indicó. Observé un personaje que mira con gentileza a la cámara, él, a quien no conocí o no recuerdo, tiene una mirada que me alcanza y se instala en mis palabras antes de partir. Queda la imagen en la pantalla; queda la memoria en el corazón de sus amigos; la excelencia de su quehacer profesional en los anales de la Pediatría. Y queda este fragmento deshilachado, como un testimonio de cuánto dolor ha causado la pandemia: en nuestro ánimo; en nuestras familias; en nuestra visión de futuro.
La vida en estos momentos se percibe como una gaviota con las alas rotas entre la densa bruma.
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