La primera vez que consumí mis exiguos ahorros para comparar una primera edición de un autor de otra época, mi padre profetizó que aquello era el comienzo de una suerte de locura: “Quien compra un libro que no es para leer sino para guardar, seguramente está loco”. Desde luego que en eso, como en muchas otras cosas, tenía razón. Claramente, el acto de atesorar tiene mucho de sinrazón y mucho de locura; especialmente si se trata de libros. En mis modestos 14 años, me compré un libro editado en 1913, un libro de Historia de México escrito por don Justo Sierra, para uso de estudiantes de primaria. Sus condiciones eran deplorables. El libro ya restaurado por la mano generosa de Paola De Rugama, sigue envejeciendo en la estantería de mi biblioteca, en el rincón del retiro donde convive con otros ilustres textos de generaciones anteriores y de autores de muchas épocas. Un rincón poco visitado pero también, el más protegido del polvo y las manos sucias –me viene a la memoria aquel “Quita sus sucias manos sobre Mozart” de Manuel Vicent–. Uno se lo puede imaginar: los provectos habitantes del rincón ya no están para esos trotes y mucho mérito hay en su sobrevivencia heroica, en su muda resistencia en el tránsito de guerras, migraciones, dueños y estanterías porque en ellos hay una triple hazaña. La primera– la más obvia y natural– es la que el autor dejó plasmada en sus páginas. La segunda –menos evidente y a veces, más compleja– es la de la lucha del autor por la creación del texto. La tercera, la del libro como objeto que, luego de mil peripecias, de un modo inexplicable llegó a nuestras manos; esa última hazaña es lo que bien podemos llamar un rompecabezas sin instrucciones y la única de las tres que testimonia una saga aún sin terminar; si el libro dado a la prensa se ha convertido ya en un universo perfecto pero cerrado ya en sí mismo y si la prehistoria del mismo, que cuenta un fragmento de la biografía del autor y de su circunstancia es ya un hecho pasado, a veces por descubrir y escribir pero de cualquier modo, ya consumado. El libro sobreviviente en mi librería aún tiene una enormidad de tiempo por delante, una épica aún por crear hasta que la entropía a la que todo y todos estamos condenados, la reduzca a polvo y a nada.
El ingreso a la esquina del retiro tiene reglas muy estrictas: primera, el autor debe haber muerto; segunda, debe tratarse de una primera edición; tercera, que el título esté dedicado a algún personaje relevante, lo cual permite prescindir de las dos reglas anteriores; cuarta, que el libro disfrute de fama por sí mismo o bien, se encuentre relacionado son algún hecho histórico —habitualmente la Segunda República Española, su guerra civil y su exilio, ronda por ahí, algunos ejemplares del heroico Ruedo Ibérico—, lo que hace inaplicables todas las reglas anteriores; y quinta, que el volumen tenga, al menos, cien años, lo cual confiere derechos absolutos por sí mismo. Desde luego, la nómina aún no es muy larga, pero sí muy ilustre.
Sus orígenes son muy diversos, no siempre claros y no me atrevería a apostar por la serenidad completa de sus historias. Una primera fuente son las librerías de ocasión, lugares de los que provinieron mis primeras piezas. Otra fuente son las ventas especializadas de bibliotecas extintas y, entre las cuales, el nombre de Alejandro Mayagoitia es leyenda; unos cuantos son obsequios y por último las adquiridas de anticuarios y galeristas que ofrecen, en persona o en línea, los productos de sus propias pesquisas.
Las librerías de ocasión, las librerías de viejo como la llamamos en México no sin cierto desdén, son junglas engañosas, a veces elegantes y venerables, aunque habitualmente sórdidas y polvorientas. Para acudir a ellas se necesita tiempo, buen ojo, disposición y una billetera más o menos dotada. No son lugares fáciles y se camina en ellos con la soltura del entrenamiento al que podría haber aspirado Virgilio para guiar a Dante en su camino. Porque la librería de ocasión es también un infierno y un purgatorio para los libros condenados al olvido en espera del lector curioso que tenga la fortuna de aparecer como su redentor. Aunque todo cuanto llega ahí es viejo, no todo es antiguo ni mucho menos valioso. Los estantes cuyos letreros de identificación nunca coinciden con la realidad, están poblados por los saldos de los libros que víctimas de su mala calidad, de los errores y de la mala distribución o aún de los caprichos de la moda. Paran ahí los libros que nadie quiso comprar, o libros cuyos herederos prefieren convertir en metálico antes que conservarlos o leerlos, también los productos de los robos a bibliotecas públicas o privadas y los textos que como expósitos son cedidos por sus dueños, en piezas individuales, para salvar algún apuro económico.
Habitualmente el cazador no encontrará ninguna pieza interesante en las mesas que ofrecen, en un montón desordenado, dos o más ejemplares por unos cuantos pesos, ahí fueron a parar los papeles que apenas lograron salvar la pulpa y la tinta de las máquinas de reciclaje. Curiosamente, ahí conviven los sobrevivientes de las megalomaniacas ediciones de la antigua Unión Soviética —no solo Lenin o Marx sino también Tolstoi y Pushkin— o las preciosas pero mal administradas ediciones de Castalia con las ediciones que nadie podría explicar cómo es que alguna vez tuvieron un lugar en el mundo de los vivos. El buen cazador se asoma a esos tiraderos con su curiosidad natural –con el mismo entusiasmo con el que se aproximaría un fotógrafo de National Geographic a una tienda de mascotas– aunque sin olvidar que los milagros solo suceden ahí donde resulta imposible que ocurran. En torno a las mesas de los saldos, se encuentran las estanterías en laberínticos pasillos interminables que en algunos casos, como en la legendaria calle de Donceles de la Ciudad de México, comunican unas librerías con otras. Las interminables estanterías parecen haber sido ordenadas en tiempos inmemoriales, pero desde que yo las frecuento hace ya varias décadas, sus carteles indicativos de géneros y órdenes alfabéticos han sido superados por la marea de sus volúmenes que generaciones de compradores han adquirido, aunque las probabilidades de encontrar ahí un tesoro perdido aumentan considerablemente, lo cierto es que aún son pocas; esos estantes son el paraíso del lector muy joven o con un presupuesto muy limitado pero apenas son la antesala del coleccionista. Es cierto que ahí he cobrado unas cuantas piezas memorables –una preciosa edición de Física recreativa del soviético Yakov Perelman, por ejemplo–, piezas que, sin embargo, esconden su valor y que suele encontrarse en algún detalle que puede pasar desapercibido —como una firma que solo el conocedor puede atribuir a cierto autor o un libro dedicado en el frente de Jarama—. Para no resultar decepcionado, el coleccionista sabe que puede sacrificar luengas horas, y aún así salir polvoriento y con las manos vacías porque sin duda las piezas que de verdad valen la pena están en un coto aparte, habitualmente en una vitrina cerrada bajo llave o, incluso, fuera de la mirada del villamelón o el turista, para acceder a ellas hay que enfrentarse al guardián del tesoro: el librero.
El librero de ocasión es más un guardián que un vendedor, un negociante más que un promotor y sabe que su producto sacia la necesidad de algunos como satisface la ambición de otros, cual si se tratara de un personaje de los cuentos de Chaucer o de las intrigas de Laclos; el librero de viejo sabe que lejos de vender libros, lo que hace es expender sueños, aspiraciones y satisfacción, tiene en su poder lo que otros desean y que están dispuestos a pagar por ello, bienes que muy difícilmente podrían obtener en algún otro lugar y eso en lenguaje político y comercial se llama poder. El coleccionista debe retar ese poder y negociar con habilidad para hacerse con la pieza deseada.
Con los años, es muy probable que el coleccionista sea reconocido en algunas librerías. Su paseo por mesas y estantes será considerado como un vuelo de reconocimiento y una visita de cortesía, pero el personal de la librería estará siempre consciente que no está ahí el objeto de su presencia. Llegado el momento, frente a frente, coleccionista y librero, comenzarán una batalla incruenta pero ardua. Si al contrario, el coleccionista es novato o no frecuenta la casa, entonces, en ambos casos, deberá demostrar que es digno de ser considerado un cliente potencial, si no lo logra, si no demuestra saber qué es lo que busca, cuál es el objeto de su visita, entonces será remitido de vuelta a las estanterías; tiene lógica, el librero no es un dependiente de librería en busca de comisiones, sino un hábil negociante, algo similar entre el corsario y el empresario, que preferirá sacrificar un nuevo cliente y guardar un tesoro para los coleccionistas que andando el tiempo son más que clientes.
Las ventas especializadas son los cónclaves de las cofradías de amantes de libros. Al contrario de la librería de viejo, en la que todo se encuentra confuso y en bruto, el buen vendedor especializado habrá hacho una primera colección de compradores y de libros; no puede llegarse a ellas si no es por invitación del oficiante o por cortesía de algún comprador acreditado, es decir, uno no llega como un descubridor, sino como un convidado a un rito en el que conviven la vida y la muerte, la curiosidad y la vanidad tanto como el gusto y la ambición. Habitualmente se trata de bibliotecas que han quedado huérfanas de muerte de su amo, que han devenido expósitas por repudio de los herederos que deciden convertirla en dinero por muchas causas, las más fútiles y las más valederas aunque también son objeto de una realidad salvífica, pues los volúmenes, lejos de ir a parar a los basureros y a las ollas del reciclaje, al olvido en la casa de un pariente desaprensivo tan interesado en los libros como lo estaría en las técnicas pesqueras de Escandinavia o en las condiciones sanitarias de los mapuches chilenos, encontrarán un hogar donde seguir acumulando tiempo y lecturas. La venta al detalle de las bibliotecas en un hecho por sí mismo contradictorio, resulta terrible presenciar cómo se desmembra ese retrato espiritual e íntimo, los sueños y memorias de un sujeto; de ahí que el buen vendedor deberá disponer de un talento especial para que el comprador no experimente la carga ética y moral que implica apoderarse de los libros ajenos a cambio de dinero, aunque parezca paradójico, este vendedor está más emparentado con el galerista de arte que con el librero.
La exposición y venta de los libros se hace habitualmente en el domicilio de los vendedores, así que antes de la llegada de los fieles, el oficiante habrá dispuesto los libros de manera tal que aun cuando se sienta la calidez del hogar no se violente la intimidad de la familia y que del mismo modo, el comprador se sienta participe de un rescate pero no olvide que se encuentra en un mercado particular cuyo objetivo es obtener la mayor ganancia posible con un número limitado de productos a la venta. Se trata, pues, de las antípodas de la venta de garage. La calidad de la biblioteca ofrecida es directamente proporcional al tiempo y recursos empleados para su construcción así como del papel del propietario original en la formación del carácter del acervo. Si Roma no se hizo en un día, una biblioteca, desde luego, sí puede formarse en uno, pero una biblioteca así carece de espíritu y carácter para convertirse tarde o temprano en una especie de Golem con tendencias a reírse de la fatuidad de su amo; una biblioteca de ese talante puede estar bien abastecida, pero será, más bien la magnificación de los catálogos de un buen vendedor, con una mezcla más o menos previsible de los títulos clásicos de los imprescindibles y de las modas al momento de su compra, esos acervos hacen un mal papel en las ventas porque no es eso lo que el coleccionista se afana en encontrar. Una biblioteca personal es otra cosa; en ella se reúnen los sueños, obsesiones y deseos de su propietario y la historia de una vida que bien suele revelársele al vendedor como acontece al arqueólogo para que los estratos de la tierra no tienen sorpresas.
Es ese tipo de bibliotecas en las que el coleccionista se siente como en casa en donde puede encontrar aquel volumen agotado desde hace años y que ha buscado por doquiera que el destino lo haya llevado. Ahí está—listo para salir de su momentánea orfandad— el libro con la firma del autor entrañable que arranca un suspiro de satisfacción y una mueca de envidia que solo otro coleccionista es capaz de interpretar—así encontré, por ejemplo, la primera edición del Diccionario de Col, aquel que dice que un cacamelo es un dulce de aroma fétido—, a diferencia del librero que aguarda a su cliente y que lo mismo atiende al lector paupérrimo que busca una baratija para saciar su apetito que a un bibliófilo bien provisto de recursos para satisfacer su deseo. El vendedor especializado procura a su clientela con arte y con técnica; su capital está encerrado en las páginas de una agenda en la que constan los nombres de sus clientes habituales, los registros de sus compras, sus números telefónicos, el tema de sus colecciones, sus gustos y aficiones. Constan ahí también unos cuantos nombres nuevos de los que tiene apenas sus datos personales, algún indicio de sus filias y el nombre de quien recomienda su ingreso a la cofradía.Para estos últimos sujetos, el primer encuentro será decisivo: si se trata una persona difícil de ubicar si no demuestra un interés que presuma intenciones de compra o ya en la cita, no disfruta colaborando con el ejecutor de la ceremonia, distará mucho de volver como convidado. Desde luego, no es cuestión de volumen de compra, el buen coleccionista y el buen vendedor saben que empatar los gustos y aficiones de dos lectores, separados por experiencias vitales diversas –y a veces, incluso por generaciones– es un pequeño milagro que no siempre ocurre. El punto es la actitud porque con esta clase de anticuarios sucede lo mismo que con el chef del buen restaurante parisino que se siente ofendido cuando el turista reclama la botella de ketchup para aderezar un platillo, no se puede jugar así con el oficio ajeno.
El anticuario independiente con o sin galería, es por otra parte uno de los misterios más recónditos de la bibliofilia, no sólo porque en la enorme mayoría de los casos nunca revelará el origen de las piezas que vende, sino porque además, se irá convirtiendo en una especie de seductor que llegará a conocer los deseos y manías más profundos de sus clientes, y lo que resulta aún más peligroso: sabrá reconocer con precisión casi matemática las dimensiones del orgullo de su cliente. Si es en realidad un profesional le bastarán unas cuantas pistas para reconocer cuáles son las piezas que conmoverán la ansiedad, el orgullo y el gusto del bibliófilo. Pero no nos engañemos, el anticuario dista mucho de ser un colaborador de la biblioteca a la cual nutre porque es un leal mercenario cuyo principal objetivo es colocar las mejores ventas, las más caras y las más sublimes en la cuenta de su cliente, dicho de otro modo, el coleccionista, sin darse cuenta, dejará de ser cazador para convertirse en la presa constantemente atraída por las más suculentas carnadas, cortejado y emboscado por el auténtico estratega. El anticuario puede ofrecer las mejores piezas de una colección, los tesoros más inimaginables; sin embargo, las envolverá siempre en un paquete en el que no todo vale la pena y aún más, tratará siempre de ampliar el margen de acción de modo tal que el comprador de primeras ediciones de Alfonso Reyes no pocas veces termine con tres volúmenes de antologías filosóficas latinoamericanas y con una tacita de porcelana de Sévres aunque no sea aficionado al café. Cada compra se convierte en un delicado ajedrez en el que nunca hay pronóstico cierto y en el que el comprador buscará mantener la pureza y calidad de su colección mientras que el vendedor tratará de cobrar, al mayor precio posible, el mayor número de objetos de deseo de que sea capaz; se trata, por otra parte, de una batalla incierta en la que ambas partes saben que lo principal es seguir combatiendo y que, a veces, para ganar hay que perder de vez en cuando.
El secreto de una buena colección no radica en las piezas selectas que se dispongan ni en los recursos desplegados para obtenerlas, sino en el placer que procura formarlas y el goce intenso que proporciona contemplarlas en la biblioteca del hogar. En torno a las colecciones nacen y se desarrollan perversiones muy diversas, por ejemplo la adquisición de volúmenes que deben ser guardados en cajas fuertes y que no pueden, por ello, proporcionar un placer inmediato y tangible a su amo, situación similar a la que se presenta en el adolescente que por estar enamorado de la estrella de cine, no puede disfrutar de la belleza que se le ofrece cada día; o la que deviene del ánimo financiero y no del placer de la lectura. Quienes así proceden pasan más tiempo tasando y valuando sus volúmenes que leyéndolos o admirándolos y terminan casi siempre decepcionados cuando se dan cuenta que, en tan peculiar mercado, la prisa de vender resulta muy castigada y que el valor sentimental rara, muy rara vez, tiene algún valor en el comercio.
Los libros del rincón del retiro han llegado de todos estos lugares. Algunos posan como modelos de revista y otros como heroicos soldados sobrevivientes de la guerra. En fin, muchos que hoy se encuentran entre sus pares de países y en orden alfabético, algún día poblarán el rincón de los ancianos, y quién sabe, tal vez mis hijos, encuentren placer en cambiar de lugar el libro que apenas hace unos días me dedicó Daniel Rodríguez Barrón.
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