Música de órgano con acordes de Mendelssohn, ángeles, vírgenes, santos y querubines en todo alrededor (¿de ellos provenía esa melodiosa música?), el mismísimo Señor Jesucristo al fondo, esperándolo literalmente con paternales y resignadamente sufridos, por la paradoja de una paz indescriptible, brazos en horizontal. Las columnas con garigoleados dorados y en rosa subían hasta llegar al cielo, más alto aún de donde ya se encontraba.
Así es cómo se sentía este hombre común y corriente, bueno o como él mismo habría dicho algún día: un “pecador promedio”. Pero aun así, no creía poder merecer su recibimiento y entrada al paraíso mismo. Que si el infierno de la Divina comedia es la parte más interesante y divertida, ¡al cuerno con eso!, nada terrenal se comparaba con este paraíso al que hacía una entrada triunfal jamás soñada siquiera, que cambiaba la relatividad del tiempo común, convirtiendo el momento en una dulcísima eternidad.
Hacia los lados vio a entrañables familiares y amigos de todas sus épocas y edades hasta el momento último vividas, caminaba firme hacia el encuentro con la parte más barrocamente hermosa, de oro, que remataba el final de ese trayecto divino. Sobre su mente pasó como un rayo su vida entera, nunca había sentido, ni de lejos, tal regocijo.
Nada importaba, solo ese sublime momento.
A su lado iba acompañado por un ser que solo emanaba una luz resplandeciente, casi cegadora por la paz que transmitía. Eso era el cielo, no podía ser otra cosa. Hasta que, al final de en camino inverso a la entrada al recinto sagrado, una lluvia de pequeños granos, como de arena, caía en su cara y cuerpo, acompañado de gritos de algarabía de mucha gente; de pronto se descubrió vestido completamente de gala, en frac de colores en tonos negro y grises. ¿Había muerto y el traje era el de su última morada terrenal?, ¿por qué el sonido exquisito de los violines? No, era algo todavía propio de su vida mundana, pero que no podía ser menos que el paraíso prometido a los justos después de esta vida: salía de la Catedral de Santa Prisca, en Taxco, acompañado de la chica que era el amor de su vida, su novia hasta hacia una hora antes, y quienes pasarían el resto de su existencia terrenal, juntos, por muchos años, ahora sí, hasta que el verdadero momento de partir hacia el cielo llegara.
CARTAS A TORA 370
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