El origen de mi patrimonio para no pocos de mis más cercanos es incierto, cuando no, motivo para mover a la suspicacia. Lo único que sé es que durante siete años e inmediatamente después que me realizaran mi último tatuaje, el de un alto clérigo de la religión que profeso, casi todas las mañanas aparecían al despertar en mi habitación, cantidades de dinero en efectivo, unos días unos cuantos pesos, otros más de plano fajos de billetes de distinta denominación y sumando varios miles.
Durante muchos años viví asustado. Guardaba el dinero relativamente a la mano y sin gastar nada, por miedo a que se tratara todo este asunto de algún error, de esos que los hay casi ninguno en toda una vida, pero que algún mal día alguien me lo llegara a pedir y no con las mejores y deseables maneras amables a las que, mal que bien, he acostumbrado en manejarme por la vida, así que nada gasté. Mi vida fue frugal, de trabajo medianamente remunerado y relativamente tranquila, incluso para catalogarla como desesperantemente normal, pero a la vez transcurrió así y luego del tatuaje sumada con un pesar que todos esos días de esos siete largos y a mi percepción en ocasiones eternos años.
Hasta que esa mañana llegó, apareció muy temprano al despertar aún de noche, no sólo el dinero en efectivo ya acostumbrado, sino que con él también, una libreta de cuero roja y desgastada, con un lápiz bastante gastado y con su goma en el extremo contrario a la punta del grafito. Al abrir la libreta y proceder a leer su contenido, había no pocos nombres y números, cuentas, algunos de esos nombres incluso de conocidos míos del barrio, desde profesionistas y comerciantes hasta estudiantes y amas de casa: préstamos al 10% mensual, cada uno con su garantía anotada, que iban desde una alhaja menor, algún reloj de relativa buena marca hasta automóviles y una que otra garantía con bien raíz y su respectivo gravamen hipotecario. En el baño de mi pequeño departamento, amanecía esa madrugada también una talega con algunas joyas y relojes, además de un par de facturas originales de automóvil y un altero de unos cien pagarés firmados.
Ante mi estupefacción, incertidumbre y por qué no decirlo también, miedo, al apresurarme a guardar todo en los ya tres cajones que sumaban los haberes reunidos durante esos años, prendí el televisor, y la nota principal era una: el fallecimiento del pontífice emérito en las afueras de la Ciudad de Roma. Al desvestirme para tomar un baño y salir a mis actividades diarias, noté en el espejo qué el tatuaje en mi brazo con figura de alto clérigo, se había tornado borroso de un día para el otro, a un nivel que lo mostraba a la vista de cualquiera, casi como una mancha informe, de la cual solamente se adivinaba una muy nublada y carente de todo detalle, figura forma innegablemente humanoide. Nunca más una mañana apareció un centavo más, procedí a quemar la libreta roja, facturas y pagarés y rematar las joyas, luego compré una caja fuerte y guardé esos caudales que, claramente, día con día consideraba ya de mi legítima propiedad. Y hoy heme aquí, en mi nueva casa de la playa y viviendo de las rentas que me reportan las propiedades en las que invertí esa nada despreciable suma de ahorros durante siete largos e inciertos años de mi vida.
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