Luisa Ruiz
Los japoneses llamaron “Mujeres de consuelo” (Confort Women) a las jovencitas coreanas que enviaron a un cuartel japonés durante la ocupación nipona en Corea. Les dijeron que irían a trabajar a unas fábricas mientras duraba la Segunda Guerra Mundial y que tendrían un ingreso económico para sus familias. Era obligatorio. Las reclutaron con falsas promesas y a otras las secuestraron sin saber a dónde iban.
De todos lados fueron transportadas en ferrys hasta las “fábricas”. Una vez ahí y después de muchas horas de recorrido y transbordos de barco a barco supieron que su trabajo era dejar sus cuerpos a merced de los soldados que, en fila, uno tras otro hacía uso de ellas. Cuentan las víctimas que “trabajaban” toda la semana de 8 a 5 y terminaban su “jornada” tumbadas en sus catres rodeadas de sangre, lastimadas, enojadas y sin lágrimas para llorar su cautiverio.
Tres de ellas intentaron suicidarse ingiriendo alcohol barato en exceso, pero lo único que lograron fue quedar inconscientes para luego ser llevadas al dispensario médico en donde les hicieron salvajes lavados de estómago que les dejaron las vísceras dañadas de por vida.
Las víctimas exigen que el gobierno japonés, aún hoy, acepte públicamente el término “Esclavas sexuales” y que les dejen de llamar “Mujeres de Consuelo”. Exigen al gobierno que se disculpe con ellas, aunque son pocas las que aún viven y que han resistido entre traumas, vergüenza y enfermedades, la mayoría sin familia. Las que fallecieron, se fueron sin dejar huella y sin memoria porque sus movimientos sociales no tuvieron el impacto que buscaban.
En el tiempo de la Segunda Guerra Mundial y aún ahora con otras etiquetas y modo de operación, siguen existiendo mujeres esclavizadas en todas las formas; siguen existiendo mujeres portando bozales en el alma. En aquellos tiempos no permitían que una mujer “usada” perteneciera a las filas sociales y las dejaron sin oportunidad de estudiar, enamorarse o de tener hijos, por lo que debían recluirse en sus casas guardando el secreto de su “vergüenza” y llorando en soledad.
Poco a poco se supieron víctimas. Los grupos de apoyo que iniciaron los movimientos de protesta les ofrecían terapias para que entendieran que ellas no eran culpables, que en realidad fueron víctimas, producto de la depravación masculina. Incluso, algunas no culpan a la armada japonesa. Ellas cuentan que los soldados también eran obligados por sus superiores, por órdenes del gobierno, a formarse para que “aliviaran el estrés” con las “mujeres de consuelo” y pudieran seguir en el campo de batalla.
Ningún soldado podía hablar o platicar con las mujeres en ese bodegón. Algunas cuentan que vieron lágrimas en los soldados, que de inmediato eran humillados y golpeados por otros compañeros porque “llorar y sentir compasión, no es de hombres”. Como en el holocausto alemán, las sobrevivientes de esta tragedia sexual van muriendo y con esto, la memoria se desvanece sin que se haya logrado la disculpa y el reconocimiento del agravio por parte del gobierno japonés.
Además de los testimonios separados, es un horror leer Las Orquídeas Rojas de Shangai de Juliette Morillot. Su historia está contada desde lo más profundo de la piel, que se replica en la piel de todas las demás víctimas silenciosas. Esta lectura me dejó un nudo de impotencia en la garganta, de esos que no se pueden desbaratar solo tragando saliva. Hay tanto dolor en el mundo físico que queda en papel y tanto que desde el papel necesita más impacto en el mundo físico de la humanidad.
Las mujeres esclavas en todas las formas siguen existiendo con un bozal en el alma y lágrimas derramadas en soledad, si es que aún les quedan lágrimas para llorar.
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