Los Olvidos | Parte 27

Estaba trabajando en mi despacho de Barranca del Muerto, cuando de pronto se me ocurrió llamar a don Benito, el cuidador de la casa Ralph en Acapulco. Le pedí a mi secretaria, Rosario, que pidiera a la...

10 de marzo, 2021 Los Olvidos

Estaba trabajando en mi despacho de Barranca del Muerto, cuando de pronto se me ocurrió llamar a don Benito, el cuidador de la casa Ralph en Acapulco.

Le pedí a mi secretaria, Rosario, que pidiera a la operadora que la comunicara  a Acapulco al 2 24 04 con quien contestara, porque no recordaba yo el apellido de Don Benito. Diez  minutos después,  nos llamó la operadora indicando que la conferencia estaba lista.

Al otro lado de la línea contestó Doña Esperanza, la esposa de Benito.

Hola Doña Esperanza, soy Pecos. ¿Cómo está? 

¡Qué milagro niño! ¿Cómo estás?

Bien, ¿Y ustedes?

Igual hijo, ¿en qué te puedo servir?

Quisiera hablar con Don Benito; ¿anda por ahí?

Sí, hijo, ahorita te lo paso.

Unos instantes después escuché los pasos que se acercaban hasta que Don Benito tomó la bocina y dijo:

Hola Pecos, ¿y ese milagro?

Quería preguntarle Don Benito si de casualidad conoce usted la casa de Los Olvidos; la que se ve desde la terracita de donde están ustedes viendo hacia el mar abierto sobre la izquierda hasta el final, donde termina la caletita de playa Angosta.

¡Claro que sí, Pecos! ¿Qué quieres con esa casa?

Fíjese que no tienen teléfono y quisiera avisarle a don Marcelino de la Rosa el cuidador, que voy este viernes a Acapulco y quisiera ver si va a estar ahí el sábado.

Yo soy amigo de Apolinar y Vicenta, los cuidadores de la casa Bourás que es la única otra casa en el callejón de la Explanada. Apolinar  me presentó a Marcelino hace tiempo, así que nos conocemos.

¿Entonces se lo encargo de favor?

Con mucho gusto, Pecos, a ver si también te das una escapada y vienes a saludarnos un ratito. Si vienes le encargo a Esperanza que te haga una cocada.

Gracias, don Benito, claro que voy, ¡quién se resiste a esa tentación!

¿Le digo entonces que de parte tuya le aviso que querrías verlo el sábado?

Por favor, don Benito.

Entendido, Pecos. Si quieres llámame mañana a mediodía y te digo qué me dijo el cuidador.

Al día siguiente volví a llamar y Benito me confirmó que había ido a Los Olvidos a ver a Don Marcelino y que le dijo que estaría ahí cuando yo fuera el sábado a verlo.

Dos días después, el viernes, emprendí el camino hacia Acapulco de nuevo.

El sábado temprano, llegué a Los Olvidos y según había dicho, don Marcelino abrió la puerta y me saludó con la amabilidad de siempre.

¿Cómo esta joven? Don Benito me vino a ver el miércoles para avisarme que quería usted venir hoy. No es necesario que mande avisar, pero si quiere hacerlo no hay ningún problema, y le agradezco la amabilidad.

¿Cómo han estado ustedes?

Bien, joven, gracias a Dios, aquí como siempre, trabajando y todos bien.

Por cierto que el perfume que me dijo el otro día, lo dejó mi señora sobre el tocador en la recámara principal.

Ah, qué bien, lo cierto es que me da curiosidad. Y no me vaya  a decir que la curiosidad mató al gato ¿eh, don Marcelino?

Don Marcelino dejó aflorar una sonrisa  y nada más respondió que él no había dicho nada de gatos muertos ni nada parecido.

¿Cuándo platicamos, don Marcelino? ¿Se acuerda que quedamos de bajar al redondel donde platicamos la otra vez?

Sí joven, claro que me acuerdo, pero si no es por una cosa es por otra que ando ocupado y no se ha podido. ¿Cuántos días va a andar por acá esta vez?

Hasta el martes o miércoles.

Entonces si quiere, hoy cuando se vaya,  nos ponemos de acuerdo para ir al redondel, como usted le dice.

¿Y cómo le dice usted a ese lugar?

Yo no le puse el nombre joven,  antes había una puerta para poder bajar ahí, y la llave dice “el escondite”. Lo de escondite ha de haber sido un decir, porque ahí nadie se escondería, se ve de todas partes; yo creo que el dueño le puso así porque ahí se alejaba de la casa y como usted ya vio, se puede estar en privado sin que nadie lo moleste.

Eso sí tiene sentido; entonces cuando se pueda bajamos al escondite a platicar.

No se diga más joven, y ahora lo dejo que vaya a su mirador.

Gracias, don Marcelino; ahora todo mundo me dice de mis olvidos, mi Acapulco, mi mirador… Ojalá así fuera.

Ojalá joven…

Subí a la habitación principal y me asomé a “mi mirador”

En la escollera había pescadores de ostras acompañados por las inevitables parvadas de gaviotas que aprovechaban la ocasión para darse un banquete con los sobrantes que ellos dejaban a su alcance.

Unos  instantes después, regresé a la habitación y me senté donde siempre. Frente a mí, sobre el tocador, había un pequeño frasco octagonal; al frente tenía grabado en relieve la marca Robe  Noire bajo la cual había otra inscripción que decía Guerlain. El tapón del pequeño frasco  era de cristal opaco (esmerilado) muy fino, además de hermético. Eso explicaba que después de treinta años todavía conservara poco más de la mitad de su contenido.

El perfume era de color oro más bien claro; el cuello del tapón estaba adornado con un fino cordón trenzado, color cobre oscuro, rematado por un sello de lacre verde esmeralda con las iniciales R.N.

Lo tomé con mucho cuidado pero no intenté destaparlo ni acercarlo a mi nariz. Solamente lo sostuve entre mis manos que dejé apoyadas a la altura de mis rodillas. Antes de aflojar un poco la tapa, volví a dejar el frasquito sobre el tocador y cerré la  puerta que daba hacia el mirador, para que al abrirlo no  se escapara el aroma llevado por el viento que entraba libremente a la habitación.

Una vez de regreso en mi sitio, tomé el perfume de nuevo e intenté girar muy suavemente la tapa, con la intención de abrir una mínima rendija, lo indispensable para poder apreciarlo. Pude  sentir cómo sin mayor esfuerzo, el hermetismo cedía, liberando un aroma delicadísimo que de inmediato revivió en mis sentidos el que había yo percibido muy apenas en el diario de Matilda que había yo leído al principio de mis visitas a Los Olvidos.

Bien  había dicho Don Marcelino y con razón, ¡cuidado con los aromas! El olor inconfundible me transportó al día que leí la primera entrada de aquél diario; el día que el pequeño retrato con Matilda y su primo Ryan se deslizó de entre sus páginas; el día que sin casi darme cuenta,  tuve celos de ella.

Me puse de pie; salí de la habitación. Bajé al corredor del segundo piso y me recliné sobre la barandilla que daba hacia el jardín,  las palmeras se mecían al ritmo de una suave brisa,  pude ver claramente el estrecho sendero de baldosas que atravesaba el palmar en dirección a la “proa”  y  se perdía dando vuelta hacia la escalinata que conducía al escondite; por el otro lado, en dirección a la “popa” de la casa, seguía en línea recta hasta adentrarse en el corredor de la planta baja hacia  la entrada principal. Se me había impregnado su perfume; acerqué las palmas de mis manos a mi cara para inhalarlo; la fascinación hizo que mi corazón latiera  más deprisa al ligarlo con el aroma que percibí en el diario de M.C la primera vez que lo leí.

Asocie su fragancia con la imagen de Matilda Claymon junto a sus padres en la fotografía bajo el cristal del mostrador en la recepción del Victoria en Taxco, en la que llevaba un vestido distinto al del retrato que se deslizó de entre las páginas de su diario cuando la vi por primera vez. Estaba seguro de haber visto ese mismo vestido en otro sitio sin poder precisar dónde.  De pronto recordé a la joven que caminaba por el palmar en Los Olvidos la vez que  don Marcelino me distrajo y al volver la vista al jardín, no había nadie ya.

Mi corazón inexplicablemente, comenzó a latir más rápido; sentí la necesidad de bajar al jardín sin saber por qué. Bajé tan calmadamente como pude. Recorrí el palmar con la vista sin saber claramente lo que quería yo ver, pretendiendo en vano ignorar la voz interior que parecía reclamarme:

¿Cómo no vas a saber lo que quieres ver; a quién  quieres ver?

Chocaban dentro de mí el temor y la ilusión; el entusiasmo y la incertidumbre. ¿Qué hacer? ¿Hacia dónde caminar? No quería encontrar a Marcelino ni a su esposa ni a sus hijas…

Yo mismo me preguntaba: ¿a quién crees que estás buscando?

Y otra voz me apremiaba: ¡búscala! ¡Sabes de sobra que si quieres la puedes encontrar!

Por un instante pude recuperar algo de calma y cerciorarme de que no estaba en el jardín ni en el corredor más allá hacia la entrada de la casa. Entonces, siguiendo un impulso, caminé hacia la izquierda en  dirección al mar, para dar la vuelta hacia el estrecho camino  que descendía  al escondite…

¡De pronto, a poca distancia, algunas decenas de metros si acaso, pude ver a la joven con el mismo vestido que llevaba la primera vez que la vi en el palmar. Estaba sentada sobre una roca  mirando el mar; su cabello suelto se mecía suavemente, igual que las palmeras en su jardín.

No parecía haber advertido mi presencia. 

Permanecí estático contemplándola, esperando que, a esa distancia, no pudiera escuchar  los latidos de mi corazón  que me habrían delatado.

¿Qué podría yo decirle si me acercaba? ¿Cómo podría yo explicarle mi presencia si ella tomaba la iniciativa y me preguntaba qué estaba yo haciendo en su casa?

No podía dar ni un paso hacia ella, ni dar marcha atrás.

Quería que me tragara la tierra; quería correr hacia ella y…

¿Y luego qué?

¿Decirle qué?

De pronto dejó de mirar hacia el mar y volvió la vista hacia donde estaba yo.

Sentí su mirada; vi su sonrisa…

Se puso de pie y continuó sonriéndome mientras sostenía su mirada sobre mí.

¡Se dispuso a caminar a donde estaba yo petrificado!

Debería haberme acercado a ofrecerle ayuda para bajar de la roca, ¡pero no pude!

¡No  me atreví!

No podía creer mi buena suerte ni mi estupidez.

¿Quedarme parado como estaca?

¡Cómo era posible!

¡Sólo hubiera faltado que saliera yo corriendo!

Sin mayor esfuerzo descendió de la roca y comenzó  a andar en dirección mía. 

¿Qué podría yo decirle que no sonara totalmente idiota?

Se detuvo un instante y volvió a mirar  al mar; estaba yo grabándome su imagen hasta el último detalle: su esbeltez; su señorío; su natural frescura, su simpatía y su espontaneidad.

Era increíblemente joven; no tendría más de 18 o 19 años cuando mucho. Cualquier descripción que yo pudiera hacer se quedaría lejísimos de lo que estaba viendo. Sentía mi alma absolutamente limpia por el solo hecho de estarla mirando así, de poder sentir lo que estaba sintiendo por ella.

No había en mí,  lugar para nada que no fuera auténtico, noble, limpio y totalmente sincero. En este solo instante estaba transcurriendo una eternidad y un suspiro; una vida entera en unos cuantos segundos.

Volvió sus increíbles ojos azules de nuevo hacia mí; sonreía sosteniéndome la mirada expresándome su simpatía sin decir una sola palabra. En ese momento recordé cuando la vi desde la cubierta del primer piso algún tiempo antes, caminando por el palmar; en aquella ocasión había yo sentido un impulso incontenible por bajar al jardín, alcanzarla, y  besarla; deseos  de sujetarla por la cintura y estrecharla muy suavemente contra mi pecho; había deseado mirarla con mis ojos cerrados y escuchar el suave oleaje de su respiración.

Ahora por fin la tenía frente a mí; me sabía reflejado en sus increíbles ojos azules sosteniéndome la mirada con una inexplicable intimidad; leyéndonos el alma a través de  los ojos. Comencé a caminar hacia ella que permanecía de pie con su silueta perfilada contra el horizonte; me sonrió nuevamente y de pronto se desvaneció frente a mí como un espejismo. 

Solamente oía yo el mar contra los acantilados; estaba yo sentado frente al tocador; la puerta hacia el mirador permanecía cerrada, pero la puerta de acceso a la habitación que yo había cerrado tras de mí al entrar, estaba abierta. No era posible que todo esto  hubiera sido solamente un sueño.

No me sentía como si hubiera acabado de despertarme.

Porque además la miré con absoluta claridad;  escuché los pasos de sus pies descalzos  sobre la tierra húmeda entre las peñas; vi su vestido ceñirse a su cuerpo movido por el viento. Vi su sonrisa y el brillo cercanísimo de sus ojos; escuché su respiración; miré su cabello rubio volar libremente resaltando la belleza de sus facciones que aprecié hasta grabármelas; vi la fresca humedad de sus labios y la perfecta blancura de su sonrisa; ¡todo fue absolutamente real!, tan real como el roce de sus manos con las mías.  Tan real como  la primera vez que la vi caminando por  el palmar, cuando ella no me vio a mí.

¿Qué había sucedido?

¿Fue real, o fue una ensoñación?

¿Podría ser tal la fuerza de un perfume para que su aroma surtiera semejante efecto?

Me sorprendía no tener una sensación de vacío ni de frustración; haber estado tan cerca; tan verdaderamente a punto de por fin sentirla, sujetarla, oírla, permanecer; sin embargo, su presencia permanecía.  Una sensación de  total intensidad me dominaba por  completo; no me sentía frustrado ni triste sino increíblemente sereno y además feliz, verdaderamente encantado, hecho un niño al que se le acaba de permitir ingresar al mundo de fantasías que resultan ser verdad y verdad al alcance de su mano.

Comencé a permitirme disfrutar la inexplicable felicidad de que ella me hubiera mirado a los ojos directamente con una manifiesta complicidad; con alegría de verme frente a ella; ella divertida con mi indecisión, comprendiendo mi sorpresa y mi dificultad para asimilar el impacto de algo a la vez tan deseado y tan sorpresivo;  algo que estaba llamado a suceder desde que crucé la puerta de Los Olvidos por primera vez.

Habíamos recorrido un larguísimo camino hasta este fugaz encuentro, pero al fin, el encuentro había ocurrido. Había  iniciado ese camino  a partir de mi fascinación infantil  por aquella casa tendida sobre la península cobijada por un vasto palmar que se veía desde la terraza de la casa Ralph por la que yo siempre había  sentido tanto cariño.

Un recorrido que tenía que pasar a través de la entrada de Los Olvidos cuyo portón se me abrió cuando tenía que habérseme abierto, como lo había dicho don Marcelino en su lenguaje críptico de acertijos y sonrisas. Ese camino pasaba por aquel corredor desde el que vi a aquella joven por primera vez.

La ruta que debía seguir, me fue revelada por doña Rosita Salas, cuando me regaló el significado de  las iniciales M.C, dándole vida a la imagen de la muy joven Matilda Claymon dentro de mí. Desde entonces, los acontecimientos habían tomado el curso que estaban llamados a tomar. 

No fue casualidad que el retrato de Matilda Claymon se deslizara de entre las páginas de su diario dejándome ver su  imagen tomada por don Carlos Barnard en la terraza de El Mirador, cuando sentí celos sin entender por qué podía importarme tanto como me importaba.

A lo largo de mi viaje hasta el rincón donde me había encontrado con Matilda, había ido encontrando guías inesperados como Antonio Castillo, amigo de Emmanuell Claymon y amigo mío,  que me aconsejó no dejarme frenar por la creencia errónea de que el pasado, el presente y el futuro son dimensiones separadas entre sí.

No olvidaba yo al señor que vendía  nieves que, cuando supo lo lejos que iba yo a ir en mi bicicleta, insistió en que se trataba de ir a ver a una novia que yo negué tener pero que, sin embargo,  no impidió que al despedirnos me deseara suerte con la novia de todas maneras, sonriéndome con la  picardía de alguien que supiera leer secretos.

Un guía involuntario en ese recorrido había sido mi abuelo, cuya propia jornada se había entrecruzado con la de Emmanuell Claymon varias veces a través de dos océanos y varias islas; desde Sussex y Notingham hasta las minas de Zimapán para culminar en Los Olvidos.

En Los Olvidos ocurrían demasiadas cosas encaminadas en el mismo sentido como para ser resultado de una sucesión de casualidades desconectadas entre sí.

La baldosa con la fecha de mi nacimiento no era ninguna casualidad, como mi encuentro con Matilda Claymon no había sido un sueño ni un espejismo.

Desde tiempo atrás acariciaba yo la idea de que, en la misma forma que yo pensaba en ella e iba descubriendo señales y vestigios que me llevaban a encontrarla, ella también tendría que haber llegado a ese punto de nuestro encuentro, habiendo seguido señales mías.

¿Pero qué señales podría yo haberle dejado sin darme cuenta?

El caso es que tras nuestro encuentro, supe a ciencia cierta que no le era yo indiferente; supe que las cartas, las postales, los diarios, los álbumes y el perfume, eran parte fundamental de las señales dejadas por ella  para que yo pudiera seguirla.

Estaba seguro de que esto era solamente el principio, porque nada de lo ocurrido tendría sentido para desvanecerse en un encuentro efímero. Sabía que no estaba yo solo en esta búsqueda; sabía que ambos estábamos juntos desde mucho tiempo atrás; desde que comenzó la sed, la premonición, mi nostalgia aparentemente sin motivo, mis ensoñaciones desde las noches en mi internado.

El hechizo había comenzado en la terracita de la entrañable casa Ralph con la que me ligaban tantos recuerdos desde mi infancia; ahora, viendo hacia atrás,  me quedaba claro que Los Olvidos me había atraído desde muy pequeño, aumentando su influjo sobre las ilusiones de mi adolescencia, hasta que por fin llamé a su portón cuando tenía que haber llamado, como me dijo Don Marcelino.

Estaba yo seguro que descifraríamos la forma de volver a encontrarnos, pero ella no volvería a desaparecer y no volveríamos a separarnos. Lo que acababa de sucederme, era algo que solamente podía yo compartirle a Doña Rosita Salas,  y a nadie más. A Doña Rosita no tendría yo que decirle demasiadas cosas; no me sorprendería que ella supiera por adelantado lo que yo quería correr a decirle. Ella no solamente sabría mis sentimientos, sino que los comprendería y además me ayudaría a comprenderlos yo mismo. Don Antonio Castillo me había compartido que ni el pasado ni el presente son dimensiones ajenas entre sí; que pretender separarlos era un error. Doña Rosita sin duda,  podría ayudarme a saber cómo trasponer ese umbral.

Súbitamente vino a mi memoria el maravilloso libro de Antoine de Saint Exuperie, donde el zorro le enseña al principito que lo esencial es invisible para los ojos, que solo puede verse claramente con los ojos del corazón. Al ponerme de pie para salir de la habitación, me di cuenta que tenía arena en mis huaraches, y al ir bajando hacia la terraza de los arcos, había rastros de arena en los escalones.

Al darme cuenta de eso,  sentí que se me escapaba una sonrisa al saber que muy pronto volveríamos a vernos…

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