Cuando muere un ser querido, mueren saberes que solo tenían sentido en la intimidad. Mueren detalles específicos e invaluables, minúsculos caprichos que definían su conducta […]si daba las gracias, o muchas gracias o tan solo sonreía […]Todos esos pormenores dejan de tener sentido tras el último aliento.
Entre otras muchas, me quedo con estas palabras como una reflexión de vida, tras finalizar la lectura del libro “Mundo Anclado” de Alejandro Espinosa Fuentes, editado por Nitro/Press. Lo extraordinario del caso es que tuve oportunidad, dentro de un taller de creación literaria, de dialogar en forma directa con el autor. Luego de que el grupo se dio a la tarea de leer su obra, todos pudimos plantear dudas, ahondar en contenidos y destacar lo que, a cada uno de nosotros, como lectores, más impactó de esta obra, en palabras del propio autor, escrita desde la nostalgia, ahora que vivimos unos tiempos que conducen al anonimato y al aislamiento, fundamentalmente por la proliferación de la tecnología digital.
La novela nos lleva a un viaje por la idiosincrasia del mexicano desde principios de los años setenta del siglo pasado hasta la actualidad. Pese a que refiere diversos fenómenos sociales que ha vivido la juventud de los decenios mencionados, sigue siendo atemporal, con total vigencia en la actualidad. El autor recorre su propio universo interno y profundiza en aquello que ha hecho mella en su espíritu, despertando en él la necesidad por saber más sobre determinados temas. Como él mismo ratifica a través de sus líneas, su novela cumple con aquello de que toda ficción es en cierto modo autobiográfica, condición de la que no puede desprenderse.
Los personajes son unos cuantos; cada uno muy simbólico y entrañable, lo que lleva al lector a identificarse con ellos, tanto así, que se puede jugar a adivinar cuál será el paso que dará alguno de ellos en el siguiente capítulo. En lo personal destaco pasajes y diálogos internos que me aportaron una enorme reflexión acerca de la condición humana, tan descontada de muchas formas en la actualidad. Por decir, hablamos de decenas de muertos cada día, con tal indiferencia, que omitimos darnos cuenta de que cada uno de ellos tenía un nombre, una familia, un lugar en el mundo, sueños por cumplir. Los engavetamos como archivo muerto y esperamos el ramalazo de los muertos de mañana que nos harán olvidar los de este día. La humanidad se convierte en frías estadísticas, en categorías, en etiquetas que miden la utilidad o inutilidad de una persona. Elementos que barajamos y pronto descartamos, en este juego llamado “post modernismo”.
¡Cuánto bien puede hacer la lectura, muy en particular la que se desarrolla en el espacio íntimo del propio ser! El diálogo entre el escritor que pone su mayor empeño en alcanzar al lector para comunicar, y el receptor que decodifica el mensaje y lo hace suyo. Hay una conexión entre ambos que trasciende tiempo y geografía, como pocos elementos han logrado hacer en la historia de la humanidad.
Durante la revisión de su novela en el taller, Alejandro Espinosa mencionó que las cicatrices de la vida del autor salen en la obra. Remitiéndose a una parte de la novela, donde habla del juego de “piedra, papel o tijera”, él destaca que, finalmente, el papel es el que gana, porque envuelve a la piedra y nos permite volcar en él las emociones internas que ameritan ser sacadas de la propia conciencia; para así poner al descubierto el personaje que nos habita.
La condición humana es imperfecta, y más vale que lo asumamos así, tanto para juzgar nuestros propios actos como los de otros. Para ser clementes con nuestros yerros y sabios con los ajenos. La literatura provee de herramientas que nos permiten asomarnos a las contradicciones del espíritu humano y entender lo irónico que llega a ser nuestro comportamiento. Por su parte la tecnología digital, con su veloz inmediatez nos aprisiona, pues todo lo que se exprese en redes sociales cobra vida propia y se vuelve indestructible, por medio del principio de “nulo olvido cibernético” que tanto daño puede llegar a hacer. Los internautas desplegamos toda la carga de crueldad de que somos capaces para señalar, condenar y jamás perdonar lo que un tercero pueda, imprudentemente, haber publicado en un momento dado. Nos convertimos en implacables verdugos de nuestros semejantes, quizás hasta la muerte.
Un buen libro es un paraje en cuyo fresco verdor podemos reposar el cansado espíritu antes de continuar el camino. Son sus páginas un espejo de nuestra propia condición humana, un reflejo que invita a la aceptación y la empatía, hasta convertir nuestro mundo, a ratos la mar de violento, en un espacio de grata sanación interior.
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