En París, cerca de la escuela de Derecho de la Sorbona y del Jardín de Luxemburgo, se levanta el Panthéon, un augusto edificio catedralicio pero laico; en su frontispicio se lee una frase que podríamos traducir así: A los grandes hombres, la patria reconociente… o agradecida. Es un lugar enorme, desde su altísima cúpula pende el famoso Péndulo de Foucault que en el siglo XIX instaló ahí el científico de ese apellido para demostrar la rotación de la Tierra. Lugar hermoso como pocos, fue construido para honrar las reliquias de Santa Genoveva, santa patrona y protectora de París, pero los hechos de la revolución transformaron el edificio en un lugar de peregrinación laica y en efecto, resguarda las reliquias de quienes han hecho la historia de Francia, ahí se encuentran, entre otros Victor Hugo y Voltaire, Jean Moulin y André Malraux, Émile Zola y Marie Curie. Desde noviembre próximo reposará ahí Josephine Baker.
El amable lector tal vez no la conozca. La descubrí hace algunos años por comunicación directa del vicio jazzístico en el que me educó mi padre; pero la Baker fue mucho más que la primera mujer, afroamericana del sur profundo, que triunfó en París, que enloqueció a quienes la escucharon y la vieron bailar y que hizo famosa aquella divina canción, cuyo título en español es revelador, “tengo dos amores, París y mi país…”; mucho más porque fue miembro destacado de la resistencia contra el invasor nazi. Al morir se le dispensaron honores militares y se le confirió la condecoración de la Croix de Guerre; valiente y hábil, inteligente y sensible, participó en la marcha sobre Washington en la lucha por los derechos civiles, y a la muerte de Luther King se le ofreció la dirigencia del movimiento, cosa que rechazó, los únicos reflectores que disfrutó y permitió fueron los del escenario. Pero, además, se trata de un ser humano extraordinario. Adoptó 12 hijos de distintas etnias y nacionalidades, venezolanos y sirios, judíos y asiáticos, a ellos, con los que vivió y educó, llamó la tribu del arcoíris y demostró, como siempre lo dijo, que si a personas de los más diversos orígenes se les educa con el mismo amor y cariño, necesariamente crecerán como hermanos. No hay discurso más claro ni más contundente en la historia de la tolerancia, el amor y la fraternidad.
Admiro mucho ese genio de la civilización francesa por el que la historia de su cultura es la de la Patria, sin estancos ni falsas divisiones, Victor Hugo es tanto el legislador como el autor y no hay compartimentos en su legado; Baker nació en Missouri y es tan, pero tan francesa, que dormirá el sueño eterno cerca de Curie que había nacido en Polonia; un genio al que la diplomacia cultural le nació muy joven, muy pronto en el desarrollo de su vida política y que se volvió parte de su esencia diplomática, su respuesta a la expansión norteamericana en América latina durante la segunda posguerra no fueron misiles ni misiones encubiertas, fue el Instituto Francés de América Latina que todavía hoy sirve para irradiar cultura, cine, letras y la seducción amable que no es la de la ideología sino la de la cultura porque ese mismo genio que permite ahora elevar al máximo honor a una mujer que, en su tiempo fuera víctima de toda marginalidad posible: mujer, vedette y afroamericana, es el que les autoriza a difundir su cultura como política de Estado, sin importar cómo se comportará su legislativo en dos años o quién ejercerá la presidencia, sino dialogando con su arte y su civilización que aspiran, más allá de cualquier periodo de gobierno, a ser eterna, la Francia Eterna. Eso, para mí, no sé para usted, es el sentido de una auténtica diplomacia cultural, lejos de las arenas del rencor y la conveniencia de corto plazo.
Pero, más allá de eso, la propia idea de qué es la identidad nacional, el debate entre quienes somos y cómo nos vemos, pasa por apertura al diálogo y por el espejo del otro. Es cierto que las raíces son importantes, pero lo son más los frutos; es fundamental saber quién fue mi abuelo pero, como decía Lincoln, me importa más saber quién será su nieto. Mientras no partamos de la serenidad y de la aceptación de los hechos no podremos asimilar que cuanto nos ha ocurrido a través de las generaciones es el camino de lo que ya no tiene remedio, pero construirnos en todas las voces, manteniendo las memorias y aprendiendo que no somos una mexicanidad sino muchas no podremos definirnos más allá de los discursos pendencieros e ideologizados; no somos los aztecas ni los mayas, no somos los colonizadores ni los conquistadores, somos los que hemos decidido quedarnos y jugárnosla por este territorio que es también una constitución y una promesa de mañana, somos los de la periferia, los excluidos y los que ejercen el dominio; somos los que queremos dialogar con todos para entender que en realidad; somos un pacto de permanencia y no un paquete genético. No podemos olvidar que en la segunda guerra mundial muchos judíos se enteraron que lo eran cuando los nazis les avisaron, que no nos pase, que no confundamos grupo sanguíneo ni carga genética con identidad nacional porque eso, la pertenencia, es mucho más que sangre y derrota.
@cesarbc70
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