Al tercer vagón del tren con número económico 120103, con dirección a la estación Universidad, le había tocado ver de todo en sus casi ya 15 años de servicio. Pero un buen día, a las primeras horas de servicio vio a una linda niña, delgada, de lentes y con variado tipo de atuendo.
Todo lo que usaba le iba bien. Nunca le tocó al vagón mirarla con semblante que no fuera el de haber tenido un anterior día malo o con expectativas de que el día presente no pintara bien, o más bien, luego de meses de analizarla de lunes a sábado, así tuviera ratos de mierda en los que nada quisiera saber de nadie, lucía todavía más hermosa. ¿Perfecta? Quizá no (cómo la canción), pero sin duda que sí, no es que se acercara, sino que rebasaba y con creces lo que el vagón “simplemente algún día había soñado”.
Desde el primer momento que la vio, el vagón de fabricación francesa tuvo un desempeño en sus cotidianos afanes esplendoroso, casi perfecto, sin notar siquiera la carga y las horas extra con las que le tocaba lidiar, como algo cotidiano. Pero un buen día y luego de cosa de cuatro años cayó en la cuenta de que la chava ya no aparecía, ni en la mañana ni a ninguna hora, ni con su guitarra al hombro, su mochila a cuestas o su patineta en la mano; o bien sin nada. El hecho es que se había esfumado, y a juzgar por los casi tres meses ya transcurridos, lo había hecho para siempre.
A partir de ese día, ese vagón del metro trabajaba sí, pero ya miraba todo en tonos grises, hasta el color anaranjado con el que vestían él y todos sus compañeros se había ido, así que el vagón llegó a llorar, a llorar a veces de forma inconsolable y a cualquier hora. Los ingenieros encargados del mantenimiento y los talleres del metro, comenzaron a preocuparse por ese vagón en particular, el número 120103, que pasaba ya incluso más tiempo en los talleres que en servicio, y que los técnicos y mecánicos no podían dar una explicación plausible a sus superiores. El vagón volvía a tirar aceite de sus sistemas hidráulicos sin motivo aparente, por más intervenciones que se le hicieran; el vagón estaba en servicio una semana (ó menos) y luego regresaba a los talleres.
Hasta que un buen día, una mañana y con desgano, fijó el vagón su mirada en unas páginas de un usuario lector que leía a Epicuro, y a otros exponentes del estoicismo. Ahí entendió que en la vida algo que no era lo más indicado era el tener esperanza, “el principio de muchos” males, en resumen lo que nuestro buen amigo entendió, y de vivir el momento y disfrutarlo como viniera.
Desde ese día, al paso de más de cuatro meses sin fallas, llegó a los andenes una felicitación telefónica del mismísimo director del sistema colectivo metro de la gran Ciudad: habían logrado echar a andar el vagón con normalidad y corregido sus fallas. Nadie supo, ni sabrá, que los aceites esparcidos por las vías de sus sistemas hidráulicos no eran sino las lágrimas desesperadas del alma de un vagón que había amado con todo su ser, pero que, también luego lo entendió el mismo, nunca hubiera podido tener al amor de su vida para siempre, para toda la vida, como había sido su máximo sueño e ilusión por cosa de cuatro años.
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