En mi terraza, una aparición extraña. ¿Una luciérnaga? Cuanto más se acerca, mucho más grande luce. Es más bien un ángel de alas rojas, pero que emana una poderosa luz intermitente en diversos tonos verdes. También canta y eso hace que lo que diga no solo sea rebatible, sino sencillamente, irresistible.
De inmediato me sugirió que la siguiera, por lo que, sin meditarlo, salí tras ella a la calle; no tan solo era su promesa del sitio pleno y apacible al que me llevaría, era su simple compañía en el camino, así se tornara fríamente distante, las más de las veces. Pero aún así, valía la pena.
Nunca se me ocurrió preguntarle la distancia, el número de horas, o acaso días, ni la forma en la que llegaríamos a nuestra tierra prometida, simplemente yo caminé, anduve tras sus pasos etéreos, que algunas veces dejaban sus huellas por la arena, ya que la mayor parte de la travesía seria vía la costa, hacia el norte. Huellas en la arena de sirena, esto cuando no volaba, y lo que dejaba era una estela más impresionante que una aurora boreal. “Un Ángel/Sirena”, advertí ya pasadas unas cinco horas de camino.
Sin embargo, eso, el camino, me empezó a hacer caer en dudas. No llevaba yo provisión alguna, la brisa del mar se tornaba ya helada, una tormenta y sus truenos que iluminaban con sus rayos, la inmensidad cayó de pronto, haciendo que de paso se cimbrara la tierra con sus amenazantes estruendos.
Mi primer caída fue justo en el punto conocido, en la Costa Grande de Guerrero, como “EL CALVARIO”, ahí me sobrepuse, justo cuando el ente angelical regresó, al ya haber desaparecido, casi le suplico por agua, su repuesta: “agua es lo que aquí sobra, ¿o no ves toda la del mar?”.
Como ya no llovía, no me podía mojar los labios ya, así que me acerqué al mar y tomé agua salada, mucha, un canto de ese ente divino no podría empujarme a algo malo hacia mi persona, me dije.
Ya cuándo divisé la Ciudad de Lázaro Cárdenas, donde Michoacán comienza, tuve mi segunda caída, no esperé a una tercera, como en la crucifixión de Jesús Cristo, no creía merecer tanta crueldad, si en la trayectoria de mi vida nunca había fastidiado a alguien, además de que, físicamente, simplemente ya no podía más. Así que, sin más, y ante la voz del Ángel/Sirena, que se tornaba ya de un dulce tono, a uno en el otro extremo, ya francamente amenazante, simplemente me abandoné, acompañado solamente por la paz que da el ruido nocturno del oleaje del mar, ese ronroneo del cosmos, que no podía depararme nada malo; así que me entregué a las olas, sin la resistencia que daría cualquier dejo de instinto de supervivencia. Nada podía ya ser mejor, la realidad se disipaba hasta tornarse en una silenciosa tranquilidad, mecida por la fuerza de las corrientes. Sí, muchos dirían que fracasé, que me derroté antes de tiempo. Pero ninguno estaba ahí, para poder juzgarme tan ligera ni erróneamente.
CARTAS A TORA 370
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