Querida Tora:
En el 10 vive un matrimonio con 2 hijos, muy agradables, que me caen muy bien. Lo que no sabía es que con ellos vivía una abuela. Es que estaba enferma y no la sacaban nunca, así que casi nadie lo sabía. Nos enteramos porque el domingo pasado, la abuela se murió. Entonces se pusieron a velarla en la sala de su vivienda, y toda la vecindad fue a dar el pésame. Yo también, por supuesto. No di el pésame, pero me estuve ahí toda la noche; y oyendo a las chismosas y a los borrachos me la pasé muy entretenido.
Pero el día siguiente no decían nada del entierro o de la cremación, y salían con puros pretextos. Hacia mediodía llegó un muchacho muy bien presentado, con corbata y todo, que venía a tomar conocimiento de la muerte. Y es que como a la señora no la veía ningún médico… No es cierto. La veía su hijo, que es médico, pero no le daba recetas ni recibos; le daba las medicinas, y eso era todo. Pues el muchacho ese que vino tenía que verificar la identidad de la muerta. Y, claro, empezó por pedir el acta de nacimiento. Se la dieron; estaba muy rota y pegada por todos lados, pero era la única que tenían, y el muchacho la guardó cuidadosamente. Luego preguntó por su escolaridad, y le dijeron que sólo había estudiado hasta tercero de primaria. Pidió el certificado, pero no lo tenían. Pidió entonces su licencia de conducir. La señora no sabía conducir coche, ni moto, ni bicicleta, ni patines. ¿La credencial de adulto mayor? Nunca quiso inscribirse, porque siempre dijo que eso era para viejitos, y que no era su caso. Una credencial de algún curso que hubiera tomado. No había tomado cursos de nada. ¿La credencial de los Madrugadores o del Club Quintito? Le dijeron que esos programas eran viejísimos, y que ya habían tirado todo lo relacionado con ellos.
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El chavo se impacientaba, y nosotros también. Por fin, pidió su credencial de elector. Esa sí la tenían, y se la trajeron rápidamente. Pero el funcionario la examinó atentamente, y dijo:
-Ya está vencida.
-Se venció la semana pasada – dijo uno de los nietos .- La íbamos a llevar a que la renovara, pero…
Y señaló tristemente el féretro.
El muchacho le devolvió la credencial.
-Esta no me sirve. ¿Cómo sé que esa señora (y señaló el ataúd) es la que está aquí (mostró la credencial), si ésta ya no sirve?
-Se lo digo yo, que soy su hijo.
-¿De la señora o de la credencial?
El señor, sorprendido, no supo qué contestar; y el funcionario aprovechó para decir:
-Así no le puedo dar el acta de defunción, y a ver cómo la entierran .
-¿Pero qué puedo yo hacer?
El funcionario, irguiéndose cuan alto era (Y era bastante), se encogió de hombros, y contestó:
-Eso no es asunto mío.
Y se alejó con paso marcial y vigoroso.
La familia pidió a los vecinos que los dejaran solos, y se encerraron a deliberar. Así estuvieron el resto del día y toda la noche. Y el día siguiente sacaron a la viejita en su silla de ruedas, con un gran sombrero que casi no permitía que se le viera la cara, conducida por los dos nietos, que se despidieron de los padres brevemente, diciendo:
-No se preocupen. Si no la traemos registrada, nos castigan un mes sin salir los sábados.
Yo me fui detrás de ellos, porque quería saber qué iban a hacer. Lo primero que oí fue que uno preguntaba:
-¿No se darán cuenta por el olor?
-Espero que no. No podíamos bañarla en formol, pero le dimos una buena barnizadita.
-Por eso. El olor a formol.
-Les decimos que era el perfume que más le gustaba.
(Para lo del formol, consulta la “Enciclopedia Galáctica”).
En la oficina donde expiden las credenciales los dejaron pasar enseguida, “porque mi abuela está enferma, y se cansa mucho”. Los muchachos contestaron todas las preguntas que hicieron a la buena mujer, o le movían la cabeza asintiendo o negando, según el caso. Ya estaba casi todo. Pero faltaba la foto.
Les pidieron que le quitaran el sombrero. Y entonces se fijaron que tenía los ojos cerrados, y que no hacía caso cuando le pidieron que los abriera. Y luego se fijaron en que la boca se le abría como si se fuera a tragar el mundo. Los empleados empezaron a cuchichear; luego fueron a consultar a sus superiores; y cuando los nietos se dieron cuenta de que iban hacia ellos salieron a toda velocidad, empujando la silla, y hasta se olvidaron el sombrero de la difuntita.
Nunca he visto una silla de ruedas rodar en esa forma. Era una exhalación, una ráfaga, una raya roja que quedaba en la retina de los transeúntes (porque el vestido de la abuelita era rojo encendido). En menos de lo que te lo cuento, ya habían recorrido dos cuadras; y sus perseguidores, como buenos burócratas, no habían llegado ni a la esquina de la oficina.
Fue entonces cuando les ocurrió lo más terrible que les podía suceder: al pasar por un bache, a la viejita se le cayó una mano y fue a caer en el carril del Metrobús, que se acercaba con toda su pachorra a grandes pasos. Los muchachos no iban a tener tiempo de llegar antes que él, y como comprendí lo que iban a sufrir si el autobús apachurraba la mano que tanto los había acariciado, di un brinco que casi volé, y caí junto a la mano, la agarré con los dientes y salté inmediatamente. Pero el Metrobús alcanzó a pisarme la cola y a arrancarme un pedacito. Mi maullido fue el más desafinado de mi vida, pero alcancé la protección (relativa) de la banquetita para los pasajeros. (Los que estaban esperando al vehículo me aplaudieron, pero yo no perdí tiempo y corrí a dejar la mano en la silla de ruedas). Los muchachos no podían detenerse a darme palmaditas, pero ya vería yo que me las dieran en la vecindad. Pero las miradas de agradecimiento fueron muy elocuentes.
Cuando llegaron a casa, los muchachos corrieron al calendario que estaba en la cocina, y con un plumón tacharon todos los sábados de un mes, y dijeron a sus padres que esos días ni siquiera videojuegos iban a emplear. (Les dio pena decir lo de la mano, porque ya habían conseguido embonarla en el brazo, y no quisieron abochornar a los padres).
Estaban los cuatro lamentándose de su mala suerte, cuando llegó el funcionario a ver qué había pasado. Pero era otro. También iba bien vestido, también usaba corbata y también se veía serio y severo, pero era distinto al anterior. De todas formas, la madre se echó a sus pies y le dijo, con los ojos plagados de lágrimas:
-No pudimos conseguir la credencial ¿Qué podemos hacer? Ayúdenos, no sea malo. ¿Lo enterramos en un solar vacío? ¿Lo echamos a un hoyo que hay en la calle de atrás, para que le echen cemento encima y no pueda salir a aterrorizar a los vecinos? ¿Lo emparedamos aquí, en la casa? Tengo un closet vacío. ¿O lo quemamos en el micro-ondas? Así, en pedacitos. Díganos, por favor. Ayúdenos, usted que trabaja para los ciudadanos; usted, que nos quiere a todos por igual.
El funcionario no sabía qué hacer, y pidió una explicación de sus palabras. Y cuando se enteró del asunto, les dijo:
-No se preocupen. Mi compañero que vino ayer es nuevo, y todos llegan con ganas de hacerlo todo muy rectamente, sin ceder ni un poquito. Pero la vida es diferente. Yo les voy a dar el acta de defunción, para que puedan hacer ustedes lo que quieran (dentro de las reglas de la decencia) con su pobre madre.
La abuela fue cremada esa misma tarde, y sus cenizas se guardaron en un nicho de la parroquia. Los muchachos (y sus padres) me mostraron su agradecimiento durante los nueve días que duraron los Rosarios; después, ya hasta me pisaban la cola cuando me encontraban en el pasillo. Eso es el agradecimiento.
Ah, la cola me la curó la enfermera, y yo le correspondí con unos buenos lengüetazos.
Te quiere
Cocatú
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