Querida Tora:
Había un señor que vivía en el 63, que siempre estaba a la quinta pregunta (ya te he dicho lo que eso significa, ¿verdad?). Lo intentaba todo, porque vendió chucherías en el Metro, se puso a cantar en los camiones, fue limpia-parabrisas, “viene-viene”, payasito y malabarista de la calle, pero nada le daba resultado. Era el típico caso del que pone un circo, y los enanos crecen. Por fin se fue de la vecindad, pero el otro día a visitar a su “compadre” el del 64; pero vino elegantísimo, y lo trajo un coche con chofer uniformado.
El asunto me intrigó mucho, y me acosté en el alféizar de la ventana del 64 para escuchar lo que hablaban. Así supe que este señor oyó de algunas iglesias que recaudan mucho dinero, y que casi todo se queda en manos de los “sacerdotes” o “guías espirituales” que están al frente de ellas. Entonces, decidió poner una iglesia. ¿Pero qué tipo de iglesia? La católica está siempre supervisada por obispos y cardenales y hasta el mismo Papa; además, para ser sacerdote hay que estudiar más de 10 años, y él no tenía tiempo. Las iglesias protestantes tienen problemas similares. Las budistas (en realidad no son iglesias, pero este hombre es muy ignorante), aunque son vistosas para nuestros ojos occidentales, no recaudan lo que él quería. Las brahamánicas le parecieron muy complicadas. Y así sucesivamente.
Entonces, ¿sabes lo que se le ocurrió? Hacer su propia iglesia. Así como lo oyes. De todas las iglesias cristianas escogió lo que sabía que a la gente le gustaría más, como que no les exigiera ir al templo (así llamó al lugar de congregación), comer y beber lo que se les antojara y ser muy liberal en lo relativo a matrimonios y uniones similares (O sea, se permite todo). Eso sí, el día que se les antojara ir al templo tenían que pagar un precio de entrada “para el mantenimiento de la iglesia”. Esto se le ocurrió al ver la afluencia de público a los cines. Pasaba una película, y luego les daba un sermón que extrajera las enseñanzas de la película, exaltando las más liberales. Y como sabía hablar muy bien en público, proporcionaba momentos de gran gozo a sus feligreses, y cuando les pasaban la charola contribuían con sumas más importantes de lo que pagaban por la entrada.
Luego organizó una serie de “talleres espirituales para los desorientados”, que tuvieron mucho éxito, porque les daba consejos sobre diferentes cosas, consejos muy fáciles de poner en práctica. Probablemente el más exitoso era aconsejar a los padres atribulados que les llevaran a los hijos rebeldes o groseros a una semana de pláticas “avanzadas”. Y allá iban los padres a dejar a sus retoños que apenas entraban a la vida para que se los enderezara. ¿Pero sabes lo que hacía? A las muchachas les enseñaba (personalmente) las distintas posiciones del amor, porque eso les sería muy útil para conseguir trabajos bien pagados en compañías de altos vuelos. A los muchachos les daba una pildorita “que les ayudaría a ser muy creativos”. Pero la pildorita era de azúcar, aunque las cobraba como si fueran de algún estimulante poderoso; y si lograban algo, era a fuerza de voluntad y dedicación. Esto último era bueno, pero los chicos se acostumbraban a tomar la píldora, y él se las vendía con mucho gusto (“Al fin que no se dan cuenta de nada”, comentó entre risas).
Y si el feligrés era pobre, les decía que no se apuraran; que le llevaran “algo”, un pago simbólico, pues las cosas que cuestan dinero son más apreciadas que las que le dan gratis. Y el feligrés, pensando que era un gran consejo, le llevaba un pollito, un cochinito, un collar de bisutería, cualquier cosa. Con lo cual, él ya había abierto una salchichonería y una joyería de segunda.
¿Qué te parece? La religión como negocio.
Te quiere
Cocatú
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